SÁBADO SANTO


“DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS”

         1. José de Arimatea alcanzó de Pilatos permiso para bajar de la cruz el cuerpo de Jesús. “Vino también Nicodemo y trajo una mixta de mirra y áloe, como de unas cien libras de peso. Apoderados del cadáver de Jesús, lo ungieron con los aromas y lo envolvieron en una sábana de lienzo. En el lugar donde fue crucificado. Existía un huerto y en el huerto un sepulcro. Aquí encerraron el cuerpo de Jesús” (Jn. 19, 38 sg.).La Iglesia celebra hoy el misterioso reposo de Jesús en su tumba. Nosotros recordemos al mismo tiempo su bajada a los infiernos. “Descendió a los infiernos.” La Iglesia, y nosotros con ella, espera tranquila, con María, la Madre de Dios, la hora de su resurrección gloriosa.

2. El cuerpo de Jesús es bajado de la cruz y sepultado. La Parasceve (la víspera de la Pascua judía, nuestro Viernes Santo) va a terminar. José y Nicodemo bajan de la cruz el cuerpo de Jesús y lo depositan en el regazo de la afligida Madre. Jesús pertenece a su Madre. Ella se asoció a su sacrificio y se inmoló con Él por nosotros. Justo es, pues, que recoja ahora a los pies de la cruz, los frutos de la muerte redentora de Jesús. ¡Y qué ricos son estos frutos! José de Arimatea y Nicodemo preparan todo lo necesario para el sepelio. Con gran respeto depositan el cuerpo de Jesús en el sepulcro. Allí descansará de todos los trabajos y dolores que le ha costado su obra de redención, bien amarga en verdad. Jesús descansa en un sepulcro ajeno. Él no estaba sujeto a la muerte, como lo estamos nosotros. No tenía pecado, y la muerte es el castigo del pecado. Sin embargo, se sometió a ella voluntariamente por amor nuestro. Por eso no posee sepulcro propio. ¿Acaso no tiene su trono en el cielo? ¿Necesitaba un sepulcro el que es Autor de la vida, el que es la misma Vida? ¿El que dentro de tres días resucitará de entre los muertos, para volver de nuevo a la vida? Por eso lo depositan en un sepulcro ajeno y nuevo. Porque “nadie debía enterrarse, ni antes ni después, en este mismo sepulcro, así como nadie entró, antes ni después de Él, en el seno de la Santísima Virgen” (San Agustín). La claridad del triunfo comienza ya a despuntar por todas partes. Para los judíos, Jesús no es más que un cadáver. Sin embargo, se cuidan todavía de cerrarlo muy bien en su sepulcro y sellan después la entrada. Además, solicitan y obtienen de Pilatos unos cuantos soldados, para custodiar la tumba. De este modo ellos mismos serán, sin pensarlo e incluso contra su propia voluntad, los mejores testigos de la verdad de la resurrección del Señor en la mañana de pascua.
El alma de Jesús baja a los infiernos. Aquí están las almas de los santos y justos muertos antes de la redención. Están privados de la visión de Dios y de la celeste bienaventuranza, porque el cielo está cerrado. Esperan ansiosamente la hora de su redención y de su eterna liberación. A ellos baja el alma del Señor inmediatamente después de su muerte. Y anuncia, a los que le aguardan, la grata nueva: se ha consumado el sacrificio de la reconciliación, ya está realizada la obra de la redención, la deuda de la humanidad ha sido cancelada, va a abrirse el cielo en seguida. Como antes en la cruz dijo al buen ladrón, crucificado a su lado y arrepentido de sus crímenes: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc. 23, 43), así hace ahora con las almas de los que le esperan en el seno de Abrahán: las conduce Él mismo a la luz de la beatífica visión de Dios, que Él mismo acaba de merecerlas con su muerte de cruz. ¿Quién podrá imaginarse la felicidad de estas almas, conducidas hoy por el Señor a las alegrías de la visión y contemplación de Dios? Jesús baja también a las almas del purgatorio, para llevarlas el consuelo y la esperanza de la próxima liberación y de la futura entrada en los gozos de la gloria. Así obra siempre Jesús: por dondequiera que pasa, va derramando consuelos, alegría, felicidad celeste, salvación.

3. ¡Sábado Santo! Con la bajada a los infiernos y el descanso en el sepulcro, llega para Jesús la hora de su exaltación. Hasta aquí su vida no ha sido más que un continuo acto de abatimiento, de anonadamiento, cuyo punto culminante aparece en su dolorosa muerte de cruz. La bajada a los infiernos es el primer paso hacia la nueva vida de exaltación, de glorificación de Jesús, como Rey y Señor universal. Es la aurora del “día de su fuerza” (Ps. 109, 3). “Su reinado, su dominación no tendrá fin” (Lc. 1, 33). “Consummatum est.” Ya está cumplida la gran obra. Han concluido las humillaciones, los tormentos y las angustias de la muerte. Comienza una nueva vida. El tan profundamente humillado, el rechazado y despreciado por su pueblo, es ahora constituido por el Padre Rey y Señor en su humanidad. Ante Él doblan su rodilla todos los seres que hay en los cielos, en la tierra y en los infiernos, y todos tienen que reconocer y confesar que Cristo es el Señor, el Kyrios (Flp. 2, 10). A Él “se le ha dado toda potestad sobre el cielo y la tierra” (Mt. 28, 20). “Digno es el cordero que ha sido muerto, de recibir el poder y el reino y la fuerza y el honor y la alabanza y la bendición. Y oí cantar a todas las criaturas que hay en el cielo y en la tierra y en los infiernos y en el mar: Bendiciones y honor y gloria y potestad al que se sienta en el trono, y al Cordero, por los siglos de los siglos” (Apoc. 5, 12 sg.).
Asistamos hoy con alegres corazones a la exaltación del Salvador, de Nuestro Señor. Él inaugura hoy su dominación como Rey con todo silencio, con toda modestia. Nosotros acatémosle: “Tú solus Dominus. Tu solus Altissimus.- Tú solo eres el Señor, Tú solo el Altísimo, oh Jesucristo, junto con el Padre y el Espíritu Santo” (Gloria de la Misa). Dentro de cuarenta días tomará solemne posesión de su trono, ante los ojos admirados de los cielos y de la tierra. “Se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, hasta la muerte de cruz. Por eso, Dios lo ha exaltado y le ha dado un nombre que es sobre todo nombre” (Flp. 2, 7 sg.). “El que se humilla, será exaltado.” Tal es la ley de la gracia.

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