VIERNES DE PASIÓN
LA INCIPIENTE NOCHE DE
PASIÓN
1. Solo ocho días más, y le veremos
desangrarse y morir en la cruz. La figura del Viernes Santo cruza hoy por los
ojos de la sagrada liturgia. Para la santa Misa nos reunimos en el santuario
del Protomártir Esteban. Vivamos hoy con Cristo, el “Mártir”.
2. Los enemigos de Jesús decretan su muerte (Evangelio). Los Príncipes
de los Sacerdotes y los Fariseos reúnen al gran consejo. “¿Qué hacemos? Porque
este Hombre hace muchos y grandes prodigios. Si le dejamos continuar así, todos
creerán en Él.” Hay, pues, que hacerle desaparecer. “Es mejor que muera sólo un
hombre por el pueblo, para que no perezca toda la Nación.” Así aconseja el sumo
sacerdote Caifás. “Desde este día determinaron quitar la vida a Jesús.” Sólo
una breve semana, después realizarán su plan. Sobornarán al traidor Judas. Se
apoderarán de Jesús en el Huerto de los Olivos, lo llevarán a casa de Caifás,
presentarán contra Él a unos testigos falsos, se burlarán y divertirán con Él,
lo presentarán ante el tribunal del gobernador romano y arrancarán a éste la
condena del aborrecido enemigo. Le acompañarán hasta su sacrificio sobre el
Calvario, burlándose y gozándose en sus heridas, dolores y tormentos. Le
ultrajarán e insultarán, mientras Él se desangrará en la cruz y rogará al Padre
por sus verdugos y asesinos: “Padre, perdónalos.”
Sus enemigos. Pero ¿no nos situamos
también nosotros muchas veces entre las filas de sus perseguidores y enemigos?
¿No es cada pecado un desprecio de Jesús, de sus preceptos, de su doctrina, de
sus bienes y promesas? ¡Con cuánta frecuencia se oponen a Cristo y a sus
mandatos las pasiones, los planes y miras humanas en la vida del hombre y del
cristiano! ¡Y también en mí mismo! ¡Señor, dame luz para que, a la luz de tu
pasión, reconozca la malicia y odiosidad de mis pecados e infidelidades! ¡Dame
gracia para arrepentirme de mis pecados y no volver más a hacer causa común con
tus enemigos!
Jesús
conoce la determinación de sus enemigos. Sabe muy bien todo lo que le ha de
acontecer. Gracias a la visión continua de Dios, de que goza su alma , conoce
exactamente, ve y palpa todo lo que le espera: la traición de Judas, la
negación de Pedro, las humillaciones y dolores de toda especie. Se le hace muy
duro y doloroso tener que recorrer el camino de la pasión. “Compadécete de mí,
Señor, porque estoy atribulado. Líbrame y arráncame de las manos de mis
enemigos y perseguidores. Señor, no permitas que sea yo confundido, pues te he
invocado a Ti” (Introito). “No me
abandones, Señor, al furor de los que me persiguen, pues se han levantado
contra mí testigos falsos” (Comunión). Jesús
desde entonces “no se mostraba ya en público entre los judíos, sino que se
retiró a una región próxima al desierto, a la ciudad de Erem, en donde moró con
sus discípulos.” En la soledad y lejos del mundo se prepara para su vía
dolorosa. Con aquella misma absoluta sumisión a la voluntad del Padre con que
inició su vida mortal sobre la tierra, repite ahora su fiat: “No se haga mi
voluntad, sino la tuya.” (Lc. 22,42) Jesús
se lanza a su Pasión no forzadamente, sino voluntaria, gozosamente, impulsado
solamente por el amor al Padre… “Yo hago siempre lo que le agrada al Padre” (Jn. 8, 29). Lo hace también impulsado
por un ardiente amor hacia los hombres, hacia nosotros, hacia mí personalmente;
impulsado por el más vivo deseo de salvarnos a todos. Estos sentimientos son
los que le obligarán a abandonar su retiro dentro de muy breves días. Su pueblo
lo recibirá todavía una vez con júbilo, cuando vuelva a presentarse en
Jerusalén. Después sonará la hora de que sus enemigos se apoderen de Él.
Retirémonos también nosotros con Jesús a la soledad y al desierto, para vivir
días de recogidos pensamientos, de silenciosa y quieta meditación. Busquemos con
Él, en el silencio y en la oración, la luz y la fuerza necesarias para elegir y
retener un puesto a su lado en la vía dolorosa, en el camino de la cruz.
3. Reunidos hoy en el santuario del
protomártir Esteban, unámonos, juntamente con toda la Iglesia, perseguida y
despreciada por los hombres en la tierra, unámonos al Rey de los mártires,
condenado a muerte. Deseemos ser mártires con Él, padecer y morir con Él.
Supliquemos en nuestro propio nombre y en nombre de la santa Iglesia y de todos
sus miembros: “Compadécete de mí, Señor, porque estoy atribulado. Líbrame y
arráncame de las manos de mis enemigos y perseguidores. Señor, no permitas que
sea yo confundido, pues a Ti clamo y en Ti confío, Señor” (Introito).
Cuanto más se coaliguen contra Jesús
sus enemigos, antiguos y modernos, y le condenen a muerte, tanto más fieles y
adictos a Él permanezcamos nosotros y confesemos con la Epístola: “Señor, todos
los que te abandonen serán confundidos; los que se alejen de Ti, serán escritos
en el polvo, porque dejaron al Señor, fuente de las aguas vivas. Sáname, Señor,
y quedaré sano; Sálvame, y seré salvado. He aquí que me dicen (burlonamente):
¿Dónde está la palabra del Señor? ¡Venga! Pero yo no me dejo asustar,
siguiéndote a Ti, mi pastor; y Tú bien sabes que no he deseado un buen día a la
manera de los hombres. ¡Sean confundidos mis perseguidores (los de Cristo, los
de la Iglesia), y no yo! ¡Asústense ellos, y no yo! Haz venir sobre ellos un
día de desgracia y pulverízalos con una doble plaga, Señor, Dios nuestro.” ¡Sobre
la Noche del Viernes Santo fulgura ya un rayo del sol de Pascua!
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