VIERNES SANTO


JESÚS MUERE EN LA CRUZ

         1. El Viernes del duelo: para la Iglesia y para los fieles. En el centro de la solemnidad litúrgica se levanta la Cruz. Sobre ella el Salvador, cumpliendo el mandato del Padre, entregando su vida por nosotros pecadores. “Él me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal. 2, 20).

2. Jesús muere en la cruz. “Después de haber llegado al lugar llamado Calvario, le crucificaron. Y crucificaron con Él a dos ladrones, uno a su derecha y otro a su izquierda. Pero Jesús oraba: “padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” Entonces dividieron sus vestidos y lo sortearon. El pueblo, de pie, contemplaba el espectáculo. Los miembros del Alto Consejo le injuriaban diciendo: “Salvó a otros; pues que se salve a sí mismo si es verdaderamente el Cristo, el Enviado de Dios.” Los soldados se mofaban también del y, acercándose, le ofrecían vinagre, diciendo: “Si eres el Rey de los judíos, sálvate.” Era ya casi la hora de Sexta. Entonces toda la tierra se cubrió súbitamente de tinieblas, las cuales duraron hasta la hora de Nona. El sol se obscureció y el velo del Templo se rasgó en dos pedazos. Y Jesús, dando un gran grito, exclamó: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.” Y, esto dicho, expiró” (Lc. 23, 33 sg.). “Se hizo obediente hasta la muerte, hasta la muerte de cruz.” “Señor, ¿quién hubiera creído lo que nosotros contemplamos ahora (del Mesías)? ¿Y a quién le fue revelado el Brazo del Señor? Él (el Mesías) surgirá como un pimpollo, como una raíz en una tierra seca. No tiene apariencia ni hermosura. Le vimos, y no se podía contemplar. Era un ser despreciado el último de los hombres: un varón de dolores, que sabe de enfermedades. Era como uno que tiene que ocultar su rostro: por eso ni siquiera le miramos” (Is. 53, 1 sg.). “¡Oh vosotros, todos los que pasáis por el camino, paraos y ved si existe un dolor semejante a mi dolor!” (Lamentaciones, 1, 12). ¡Su cuerpo santísimo, surcado por los azotes, ha quedado convertido en una pura llaga sangrante y ardiente! La corona de espinas le atenaza las sienes. Le ahora la sed. Y a los dolores del cuerpo se juntan las angustias y los tormentos del espíritu. Contempla al pueblo obcecado, que le rechaza y grita: “Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos.” Oye las injurias de sus enemigos. Contempla la ingratitud de los cristianos que, en crecido número, mirarán indiferentes y fríos su amor y su muerte. ¿Qué les interesa a ellos eso? Tienen otras cosas de que ocuparse. No disponen de tiempo para Él. No reciben las gracias que Él con tanto trabajo y con tantos sacrificios les ha granjeado. Las desprecian. Y pierden, por su propia culpa, su alma, su verdadera felicidad, que Él les ha comprado al precio de su sangre y de su vida. ¡Cómo le duele esta ingratitud, esta ceguera! Yo quise salvarte; “pero tú no quisiste”. Nosotros seamos hoy María y Juan al pie de la cruz, compartiendo íntimamente con el Señor todos sus dolores y sufrimientos.



         Jesús muere en lugar nuestro. “Él tomó sobre sí nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores (es decir, el castigo, que nosotros merecíamos por nuestros pecados). Nosotros les consideramos como un leproso, como un ser castigado y humilladlo por Dios. Pero Él fue herido por causa de nuestras iniquidades. Fue triturado por causa de nuestros delitos. Par granjearnos la paz (es decir, el perdón y la amistad con Dios), se sujetó Él mismo a los azotes y son sus heridas fuimos nosotros curados. Todos hemos sido como ovejas errantes, yéndonos cada cual por su camino; pero Dios cargó sobre Él todas nuestras iniquidades” (Is. 53, 4 sg.). Ninguna criatura, aunque sea un ángel, puede repara la ofensa causada a Dios por el pecado. “No busques a un hermano (hombre) para que te salve, busca a uno que sea de naturaleza superior a la tuya, busca a Jesús, Dios y Hombre: solo Él puede satisfacer tu deuda” (San Basilio). Él está por encima de todos, por eso puede salvarnos a todos. Tomó, pues, sobre sí nuestros pecados. Rasgó el título de deuda que estaba escrito contra nosotros, y lo clavó en la cruz (Col. 2, 14). “Hemos sido redimidos (de la esclavitud del pecado, de Satanás y del infierno), no con oro ni con plata corruptibles, sino con preciosa sangre del Cordero inmaculado” (1 Petr. 1, 18). “Con sus heridas hemos sido nosotros curados.” En rigor nosotros somos los que debiéramos padecer lo que Él padece, pues lo hemos merecido. ÉL toma sobre sí el dolor, merecido por nuestros pecados, para expiar por nosotros, para alcanzarnos el perdón y la salvación. ¡Expía con su cuerpo y con su alma lo que debiéramos expiar nosotros! “Nadie tiene mayor caridad que el que da su vida por sus amigos” (Jn. 15, 13). ¡Y sobre todo por sus enemigos, como lo hace Jesús!

3. Jesús muere por nosotros,  por mí personalmente. La muerte es el saldo del pecado. En ella se dan cita todas las consecuencias del pecado, todos los dolores y miserias de la vida. En ninguna otra cosa se manifesta tan profunda y claramente al hombre la justicia de Dios, como en las angustias y horrores de la muerte. Ante la muerte tiemblan todas las criaturas. El castigo más natural contra el pecado es la muerte. La muerte corta violentamente los hilos que encadenan el alma al cuerpo y a la tierra. Ahora bien: esto fue precisamente lo que hizo el pecado, al romper los lazos que unían al alma con Dios. Y Él, nuestro Salvador, acepta gustoso, por nuestro amor, este castigo de la muerte. Este es su amor, “fuerte como la muerte”. ¡La terrible fórmula de la justicia divina, la muerte, se convierte en el más sublime acto de su amor! ¡Su castigo más grande se convierte en su más excelsa muestra de amor hacia nosotros, hacia mí!
Jesús miró por nosotros. Ofreció su cuerpo. Y, al ofrecer su cuerpo, clavó también con él en la cruz el cuerpo de la humanidad, el cuerpo de la muerte, en la cual habita el pecado. Sumergió nuestra naturaleza en las purificadoras y expiadoras llamas de su sacrificio, en el purificante y santificador baño de su sangre, de donde surge como nueva, madura para la filiación divina y para la eterna iluminación.
¡Jesús muere por nosotros, en nuestro lugar! ¡Maravillosa ordenación! Peca el impío, y es castigado el justo; delinque el culpable, y expía el inocente; paga el Señor lo que ha roto el esclavo; toma Dios sobre Sí lo que debe el hombre. Yo soy la injusticia, Dios la Justicia y el Amor. Esto hace Dios por mí. ¿Qué hago yo por Él?

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