JUEVES DE LA DECIMOQUINTA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
LLEVE
UNO LA CARGA DEL OTRO.
1. “Hermanos: Si vivimos del espíritu,
caminemos también en el espíritu. Lleve uno la carga del otro. De este modo,
cumpliréis la ley de Cristo” (Epístola). Caminar en el espíritu significa
llevar la carga del otro. Así lo hizo Cristo. Así lo hace el verdadero
cristiano.
2. “Lleve
uno la carga del otro.” Así
lo hace Cristo en el Evangelio de hoy. Llega a Naím en el preciso momento en
que llevan a enterrar al hijo único de una viuda. Mucha gente de la ciudad
acompaña a la angustiada madre y se asocia a su dolor. Se compadecen del desamparo
y de la angustia de la madre. El Señor ha dispuesto las cosas de tal modo, que
su llegada a las puertas de la ciudad coincide con la llegada del cortejo
fúnebre al mismo lugar. Jesús se siente conmovido. Se asocia amorosamente al
dolor de la afligida madre y le ayuda a llevar la carga. “No llores.” La madre
advierte en seguida que el Señor ha penetrado hasta lo más hondo de su
aflicción y que se une a su dolor. A las palabras de Jesús sigue después el
acto. Se acerca al féretro y lo toca. Los portadores se detienen. Jesús ordena
después al muerto: “Joven, yo te lo mando: ¡levántate!” El muerto se incorpora,
y Jesús selo devuelve vivo a la madre. Así lleva Jesús el peso, la carga de los
otros, así se asocia a la pena y al dolor ajeno. ¡Un modelo para nosotros!
“Lleve
uno la carga del otro.” Todos
los hombres tienen que llevar su carga particular aquí en la tierra, unos de
una manera y otros de otra. El Señor nos carga a todos sobre los hombros
nuestra respectiva cruz. Cada cual tiene sus dolores, sus dificultades propias.
Unas veces será la pobreza y la miseria; otras, será la enfermedad; otras, un
contratiempo cualquiera en los negocios, en los trabajos, en el hogar, en la
familia; otras, en fin, será la muerte u otra carga cualquiera. Entonces es
cuando ha de mostrarse el amor cristiano. La verdadera caridad no puede y no
debe permanecer fría e indiferente ante el dolor y la cruz de los demás. Al
contrario, lo siente todo como si se tratara de un dolor propio. El amor
cristiano se compadece de las desgracias ajenas. Siempre tiene en sus labios
una palabra de aliento, de consuelo, de orientación, de simpatía. Se esfuerza
por levantar a los que gimen encorvados bajo el peso de su carga. Procura por
todos los medios posibles aligerarlos y quitarles del todo el peso de su cruz.
¡El dolor repartido es solo medio dolor! ¡Qué hermosa, qué encantadora sería la
vida de la familia, la vida de una parroquia y de una diócesis, si nosotros,
los que nos llamamos cristiano, practicáramos de veras este sublime y
desinteresado amor! Un amor así exige una generosa comprensión del dolor y de
las necesidades ajenas, exige un corazón ancho y magnánimo, exige un desinterés
absoluto, exige un gran espíritu de sacrificio y una perfecta renuncia de sí
mismo. Exige, además, una fe viva que vea en el prójimo, en el pobre, en el
afligido, en el enfermo, en el desgraciado, a un miembro de Cristo; al mismo Cristo
en persona. Exige, en fin, una fe que tenga siempre presentes aquellas palabras
del Señor: “Lo que hicisteis con el más pequeño de los míos, conmigo mismo lo
hicisteis” (Matth. 25, 40).
3. El Señor, impulsado por su amor y
por su misericordia, baja todos los días a nosotros, para compartir nuestras
necesidades, nuestros dolores y nuestras inquietudes. Baja para ayudarnos a
llevar nuestra carga y nuestra cruz. “Venid a mí, todos los que trabajáis y os
sentís abrumados por vuestro peso: yo os aliviaré” (Matth. 11, 28). Viene a
nosotros en el sacrificio de la santa Misa, para, como Pontífice Supremo
nuestro, hecho una misma cosa con nosotros, llevar y presentar al Padre nuestra
carga y nuestras necesidades, suplicándole, al mismo tiempo, nos dé fuerzas
para poder seguir llevando con fruto nuestra carga, de modo que podamos
alcanzar algún día el premio de la vida eterna. Viene a nosotros en la sagrada
Comunión, para inocularnos su espíritu de sacrificio para robustecernos con su
vigor sacrifical. Vigorizados con estas energías divinas, nos sentimos fuertes
para continuar soportando la cruz y los dolores de cada día y para poder beber
el mismo cáliz del Señor (Matth. 20, 22). El Señor ilumina constantemente
nuestro espíritu desde la cruz, desde el altar y desde el tabernáculo. De este
modo, nos vamos compenetrando con Él cada vez más, nos vamos asimilando con Él,
comprendiendo cada vez más profundamente el misterio del dolor y de la
compasión. “Si queremos ser glorificados con Cristo, tenemos que compartir
antes su dolor” (Rom. 8, 17). Por eso, es ley que: “Donde yo esté, allí debe
estar también mi discípulo” (Joh. 12, 26), es decir, el convertido, por el
santo Bautismo, en miembro de Cristo, del Crucificado. Así lleva el Señor
nuestra carga.
Creamos en el misterio de la morada
de Dios en nuestra alma. El Dios trino vive en nosotros y nos hace convivir y
compartir su vida. Trabaja por la salvación y santificación de nuestra alma. Trabaja
en nosotros con toda clase de dolores, de pruebas, de renuncia y de
dificultades sin cuento, a fin de robustecer y ensanchar cada vez más nuestra
unión con Él. Con la cruz que nos impone, nos da también toda la luz, toda la comprensión
y toda la fuerza que necesitamos para poder llevar la cruz. Pero el buen Dios
no se contenta todavía con esto: nos ayuda Él mismo a llevar la cruz. ¿Cómo
podríamos, sino, soportar la carga y las pruebas de la vida cristiana, de la
vida perfecta? He aquí un ejemplo de cómo también nosotros debemos ayudar a los
demás a llevar su carga.
“Lleve uno la carga del otro.” De
este modo, cumpliremos la ley de Cristo. Ahora bien: en la medida en que
cumplamos la ley de Cristo, en esa misma medida “permaneceremos en su amor”
(Joh. 15, 10). ¡Y, sin embargo, cuando se trata del amor cristiano, nosotros
escatimamos la más pequeña ayuda hasta a las personas que se encuentran más
cerca de nosotros! No tenemos entrañas para la necesidad, para el hambre, para la pobreza de los otros.
¡Solo nos preocupamos de nosotros mismo, de nuestras comodidades, de nuestro
bienestar! Para los demás, para sus dificultades y apuros apenas si tenemos una
palabra de aliento, un poco de tiempo libre, una insignificante ayuda.
¿Caminamos de veras en el espíritu? ¿Dónde está nuestra fe que nos haga ver en
el hermano atribulado y oprimido por la cruz, al miembro de Cristo, al mismo
Cristo, al mismo Señor en persona?
“El que posee los bienes de la
tierra y cierra su corazón al hermano que ve en necesidad, ¿cómo puede creer
que el amor de Dios resida de veras en su alma? (1 Joh. 3, 17)
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