LUNES DE LA DECIMOQUINTA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
LA
ORACIÓN DE LA IGLESIA
1. Un encuentro bien extraordinario.
Jesús, acompañado de sus discípulos, llega a Naím como al azar. Al penetrar en
la ciudad, se encuentra con un cortejo fúnebre: llevan a enterrar a un joven,
al único hijo de una pobre viuda. El Señor se fija en la desolada madre, la
cual sigue en os del féretro anegada en llanto. Jesús se compadece de ella, se
acerca al muerto y lo resucita.
2. Este
episodio es
relatado en el Evangelio de hoy con las siguientes palabras: “Se dirigía Jesús
hacia una ciudad llamada Naím. Acompañaban al Señor sus discípulos y una
copiosa muchedumbre de gente. Al acercarse a las puertas de la ciudad, vio que
llevaban a enterrar a un joven, hijo único de su madre, la cual era viuda.
Acompañaba al muerto mucha gente de la ciudad. Al contemplar Jesús a la madre,
se compadeció de ella y le dijo: No llores. Después, se acercó al féretro y lo
tocó. Entonces, los que lo llevaban, se pararon Y Él dijo: Joven, yo te lo
mando: ¡levántate! Y el muerto se incorporó y comenzó a hablar. Y Jesús se lo
devolvió a la madre.” El Señor contempla las lágrimas de la madre y se conmueve
su corazón: no puede despreciar las lágrimas de una madre. Por eso, primero
consuela a la pobre afligida: “¡No llores!” Después, realiza el milagro:
“Joven, yo te lo mando: ¡levántate!” Y devuelve vivo a la madre el hijo que
estaba muerto. Así es el Señor. Es todo corazón, todo amor. Se compadece del
atribulado, le consuela con palabras y con hechos, y le socorre en su
tribulación. Donde encuentra amor, hace prodigios. ¡Incluso el de resucitar a
un muerto! La madre no esperaba semejante cosa. El Señor supera siempre los
deseos y las peticiones del hombre. ¡Somos tan incapaces de comprendes la
inmensa plenitud de su poder, de su bondad y de su amor…!
Significado
de este episodio, según la liturgia.
¡Por todas partes cadáveres! También nosotros lo fuimos algún tiempo. Sin
embargo, mientras permanecíamos muertos en el pecado, alguien lloraba y rogaba
por nosotros: era nuestra santa Madre la Iglesia. Esto mismo e lo que hace
todos los días en el santo sacrificio de la Misa, por medio de los miles y
miles de sacerdotes que viven sobre la tierra. Cuando viene el Señor a ella,
siempre la encuentra rezando amorosamente. Es que piensa en todos sus hijos
muertos. “Acuérdate, Señor, de tus siervos y siervas y de todos los presentes,
cuya fe y piedad te son bien conocidas. Te ofrecen este sacrificio de alabanza
por sí mismo y por todos los suyos. Dígnate aceptar propicio esta nuestra
ofrenda. Concede tu paz a nuestros días, líbranos de la condenación eterna y
cuéntanos en el número de tus elegidos.” Ahora llega el mismo Señor en persona.
Con su divino y omnipotente poder convierte el pan en su propio Cuerpo y el
vino en su Sangre, ofreciéndose después a sí mismo al Padre por nosotros, para
alcanzarnos, a todos los que la deseemos, la vida de la gracia, es decir, para
acrecentar y robustecer la vida sobrenatural que ya poseemos. Si faltase la
madre; si no estuviera junto al muerto, llorando y suplicando por él, entonces
no habría resurrección alguna. Éste es el servicio que nos presta nuestra santa
Madre la Iglesia. Son innumerables los desgraciados que la desprecian, la
calumnian, la odian y la persiguen. Sin embargo, ella siempre permanece al lado
de estos muertos, para llorar y rezar por ellos. Necesita encontrarse con el
Señor. Cuando se encuentran, Él la mira, se compadece de ella, se acerca al
féretro y devuelve la vida al muerto que ella llora. Esto es lo que hace la
santa Iglesia siempre que celebra el santo sacrificio. Esto es también lo que
hace cuando tome el Breviario en sus manos y, llena de compasión, cree y ora en
nombre y a favor de los pecadores, de los infieles, de los extraviados, es
decir, en nombre y a favor de todos los que no creen ni oran. La Iglesia sigue
siempre en pos del féretro, está constantemente llorando y suplicando por los
muertos espirituales. Solo esto bastará para salvar a la humanidad. ¡La oración
de la Iglesia resucita a los muertos!
3. “Ante todo, suplico se hagan
peticiones, oraciones, rogativas y acciones de gracias por todos los hombres:
por los reyes y por todos los que tienen cargos, para que todos disfrutemos de
una vida sosegada y tranquila, saturada de piedad y de honestidad. Porque esto
es lo bueno, esto es lo que agrada a Dios, nuestro Salvador, el cual quiere que
todos los hombres se salven y lleguen a conocer la verdad” (1 Tim. 2, 1-4).
Esto es lo que hace la madre de Naím, la santa Madre Iglesia.
Nosotros
pertenecemos a la madre de Naím. “Le acompañaba mucha gente de la ciudad.” Somos
nosotros. Acompañamos a la madre en su dolor y en sus lágrimas. Esto es lo que
hacemos al celebrar la santa Misa, al cumplir con la obligación que nos ha
impuesto la santa Iglesia de rezar el oficio divino y al practicar nuestra
oración privada. El privilegio de poder orar no se nos ha concedido para que
oremos solo por nosotros mismos: se nos ha concedido, ante todo, para que lo
pongamos al servicio de la salud temporal y eterna de los demás.
Unámonos a
la madre en su oración. Cuanto más íntimamente nos unamos a ella en nuestro
sacrificio y en nuestra oración, mejor podremos cumplir nuestra obligación de
cooperar con ella, a la resurrección espiritual de los muertos y al crecimiento
espiritual de los vivos.
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