LUNES DE LA VIGESIMATERCERA SEMANA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
EL DIOS
DE LA PAZ
1. La santa Iglesia piensa en todos los
hombres. Los ama a todos. Les desea a todos y a cada uno de ellos la dicha de
la vida eterna. Se la desea incluso al mismo pueblo de Israel, elegido de Dios
antiguamente, pero apartado de Él desde hace largo tiempo. Al fin terminará por
encontrar al Señor. Dios es el Dios de la paz, del perdón, de la gracia.
2. “En aquel tiempo, cuando Jesús estaba hablando a las
turbas, se le acercó el jefe ce una sinagoga, se arrojó a sus pies y le dijo:
Señor, mi hija acaba de morir; pero ven, pon tu mano sobre ella, y volverá a
vivir. Y Jesús, levantándose al punto, le siguió con sus discípulos. Entonces,
una mujer, que padecía flujos de sangre desde hacía ya doce años, se le acercó
por detrás y le tocó la orla de su vestido. Porque decía para sus adentros: Si
logro tocar aunque solo sea su vestido, seré curada. Y la mujer quedó curada
desde aquel momento. Cuando llegó Jesús a la casa del jefe, llena de flautistas
y de una turba tumultuosa. Entonces ordenó a todos: Marchaos de aquí, porque la
niña no está muerta: solo está dormida. Los circunstantes se mofaron de Él. Una
vez expulsada la multitud, penetró Él, tomó a la joven por la mano, y la muerta
se levantó al punto” (Evangelio). ¡Qué bueno y poderoso es el Señor! ¡Qué
eficaces fueron la súplica de Jairo y la fe dela hemorroisa! Jesús es el Señor
de la vida y de la muerte: posee potestad y “fuerza para poder someterlo todo a
sí.”
En la muerta del Evangelio se ve la sagrada liturgia un símbolo del
pueblo de Israel, muerto para Cristo, para la Iglesia y para las saludables
gracias de la Redención. “Él vino a los suyos; pero los suyos no le recibieron”
(Joh. 1, 11). Piden a Pilatos que no suelte a Jesús, sino que deje libre a
Barrabás. “¿Qué haré, pues, con Jesús, con el que se llama Cristo, Mesías?”,
pregunta Pilatos. –“¡Crucifícale!”, gritan ellos.- “¿Qué haré, pues, con Jesús,
con el que se llama Cristo, Mesías?”, pregunta Pilatos. –“¡Crucifícale!”,
gritan ellos. – “¿Qué mal ha hecho?” – “¡Crucifícale, crucifícale!”, claman
ellos con más fuerza. Entonces Pilatos se lava las manos y dice: “Yo soy
inocente de la sangre de este justo. Vosotros veréis.” Y toda la turba
vocifera: “Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos” (Matth. 27,
21-25). Pero el Señor abriga pensamientos de paz, de perdón, de salud. Se pone
en camino, para devolver la vida de la gracia al pueblo desventurado. Pero, en
ese momento, se interpone la hemorroisa. La hemorroisa es para la sagrada
liturgia el símbolo del paganismo que se une a Cristo por medio de la fe. La
mujer es curada antes de que el Señor llegue a la casa del archisinagogo, en la
cual se encuentra la muerta. Este detalle es para la sagrada liturgia una
verdadera revelación: el paganismo recibe antes que el judaísmo la salud traída
por Cristo al mundo. El primero que penetra en el seno de la Iglesia de Cristo,
es el paganismo. Israel vendrá también a Cristo, pero más tarde. “Hermanos
míos, no quiero que ignoréis el misterio siguiente: La ceguera de una parte de
los israelitas durará hasta que hayan estrado todos los gentiles. Entonces se
salvará también todo Israel, pues las gracias y la vocación de Dios son
irrevocables. Del mismo modo que vosotros (los gentiles) no creíais en Dios un
día, pero ahora habéis conseguido misericordia, a consecuencia de la
incredulidad de ellos (de los israelitas); así también éstos (los israelitas)
se han hecho ahora incrédulos para que, por medio de vuestra misericordia,
puedan alcanzar un día ellos mismos misericordia. Porque Dios sometió a todos
(a los judíos y a los gentiles) a la incredulidad, para poder compadecerse de
todos” (Rom. 11, 25sg.). Dios “quiere que todos los hombres se salven y adquieran
el conocimiento de la verdad” (1 Tim. 2, 4). “Yo abrigo pensamientos de paz, no
de ruina. Os sacaré de vuestro cautiverio en todas partes” (Introito). ¡Culpa,
culpa, cuánta infidelidad, cuánto pecado! Sin embargo, al final está siempre
“la paz”. El Señor olvida lo pasado. Redime con el perdón, con la paz, con la
conversión, el mal hecho por Israel. “Señor, desde lo profundo clamo (yo, el
pecador, el infiel Israel) a Ti. Señor, escucha mi súplica” (Ofertorio). “Me
invocaréis, y yo os oiré, y os sacaré de vuestro cautiverio en cualquier lugar”
(Introito). ¡Qué bueno, qué grande es el Señor, nuestro Dios!
3. “Yo abrigo pensamientos de paz”, de
perdón, de reconciliación, de salud. Si es así para con el pueblo que se hizo
infiel, que rechazó y crucificó al Ungido del Señor: ¿qué no será para con la
Iglesia, para con nosotros, para con los bautizados, representando en la mujer
que padecía flujos de sangre y de la cual nos habla el Evangelio de hoy? El año
eclesiástico, que está para expirar, nos ha enriquecido con abundantes gracias.
Pero, precisamente por eso, nuestra conciencia nos impulsa ahora a un profundo
y cordial: ¡Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa! ¡Qué poco hemos
explotado, qué poco ha explotado la mayor parte de los hijos de la Iglesia las
riquezas concedidas por Dios! ¿No tendría el Señor motivos más que suficientes
para abandonarnos a nuestra suerte, como abandonó al antiguo pueblo elegido? En
lugar de eso, nos anima con la consoladora promesa: “Yo abrigo pensamientos de
paz, no de ruina.” Por encima de todas las luchas y necesidades, por encima de
todas las culpas y negaciones que se hayan sucedido a lo largo del año que va a
terminar, resuena potente, dominador, el gozoso y sereno mensaje de la paz. El
Señor olvida todo lo que hayamos faltado.
“Me
invocaréis, y yo os oiré, y os sacaré de vuestro cautiverio en todo lugar.”
Nuestro clamor, nuestra invocación es una súplica implorando misericordia,
perdón. Es una súplica brotada de un corazón contrito y humillado. “Desde lo
profundo clamo a Ti, Señor. Señor, escucha mi voz. Desde lo profundo clamo a
Ti.” Sin contrición, sin penitencia de nuestra parte, el Señor no puede
pronunciar la palabra paz.
“Si
logro tocar aunque solo sea su vestido, seré curada.” Nosotros lo tocamos
cuando recibimos el santo Bautismo. Lo tocamos siempre que, contritos y
humillados, confesamos nuestras culpas al Señor, es decir, a su legítimo
representante, al confesor. Entonces el Señor nos dice: “Yo te absuelvo de tus
pecados.” Tocamos incluso al mismo Señor, tocamos su carne y su sangre en el
santísimo sacramento de la Eucaristía. ¡Dichosos de nosotros, los que
pertenecemos a la Iglesia del Nuevo Testamento! Aquí, en la santa Iglesia,
seremos curados y alcanzaremos la vida eterna. “Os sacaré de vuestro cautiverio.”
Por
eso, supliquemos hoy con la Iglesia al Señor se digne perdonar a su pueblo los
pecados y le libre de sus cadenas, para que todos nosotros podamos volver
llenos de gozo “a la casa del Padre” (Joh. 14, 2). En la Sagrada Comunión se
une con nosotros el Señor. Ora en nosotros, ora con nosotros, ora en y con su
Iglesia, y le promete: “Os lo digo de veras: Podéis pedir en vuestras oraciones
todo cuanto queráis. Creed solamente que lo recibiréis y, de ese modo, se os
concederá” (Comunión). La Iglesia cree. Por eso, el Señor se vuelve hacia ella
y le dice: “Confía, hija: tu fe te ha salvado.”
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