VIGÉSIMOCUARTO Y ÚLTIMO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
EL DÍA
DE LA VUELTA DEL SEÑOR.
1. “Verán venir al Hijo del hombre con gran
poder y majestad.” ¡El día de la vuelta del Señor! Viene “a juzgar.” ¡El día de
la vuelta del Señor! Viene “a juzgar a los vivos y a los muertos.” Es el día
del gran juicio del mundo.
2. “Vendrá a juzgar a los vivos y a los
muertos.” El Señor
vive. Así como es el Redentor de los hombres, así será también el remate de
todas las cosas y de la historia del mundo. De igual modo, que apareció un día
revestido de pobreza y de humildad, así aparecerá también, al fin de los
tiempos, revestido de poder y majestad. “La luna no lucirá, las estrellas
caerán del cielo, las columnas del firmamento se tambalearán. Entonces
aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre (la Cruz). Todos los pueblos
de la tierra se lamentarán. Y verán al Hijo del hombre descender sobre las
nubes del cielo, rodeado de gran poder y majestad” (Evangelio). Es el día del
triunfo, el día de la glorificación de Cristo en presencia de toda la humanidad
reunida. Primero resucitará a todos los muertos cono voz omnipotente. Los
muertos se levantarán de sus tumbas y se presentarán ante el tribunal del
Señor. No se presentarán tanto los hombres en particular, para dar cuenta de su
persona –su suerte fue decidida ya en el juicio particular y no será alterada-,
cuanto la humanidad como tal, es decir, los pueblos y las naciones, los
estados, la política, la ciencia, las corrientes espirituales, los errores de
las distintas épocas y culturas, etc. Todos tendrán que manifestarse en su verdadera
naturaleza, para ver si fueron fruto auténtico o si fueron solo paja. Tendrán
que justificarse de cómo se portaron con la verdad, con Dios, con Cristo y con
su Iglesia. Tendrán que dar cuenta de si sirvieron a Dios o de si trabajaron
contra Él. Entonces serán juzgados de un modo especialísimo los padres, las
madres, los superiores, los estadistas, los sabios, los escritores, los
sacerdotes, los curas de almas y todos los que en vida ejercieron un cargo o un
ministerio público o desempeñaron alguna misión oficial. Todos ellos tendrán
que dar razón del influjo bueno o malo que ejercieron en los demás y de si
favorecieron o perjudicaron al reino de Dios. Todo tendrá que someterse al
juicio del Cristo, hoy injuriado y despreciado. Todo tendrá que inclinarse ante
Él y ante su sentencia inapelable. Tu solus sanctus –“Tú solo eres el
Santo, Tú solo el Señor, Tú solo el Altísimo, junto con el Espíritu Santo, en
la gloria del Dios Padre”. El día del triunfo, el día del reconocimiento de
nuestro Salvador. ¡Con qué ansiedad espera la Iglesia este día! En este día se
hará justicia ante el mundo entero a Cristo, a su Iglesia y a todos cuantos
permanecieron fieles a Cristo. Maran atha –“¡Ven Señor!”
En medio de la perturbación de los
elementos, en medio de
las espesas y lúgubres tinieblas, aparece de pronto en el cielo una luz, “la
señal del Hijo del Hombre”, una cruz dibujada con rayos luminosos. ¡La
injuriada, la odiada cruz del Señor! Todos tendrán que ver y reconocer que solo
en ella se nos dio la verdadera salud. La luminosa cruz revela la proximidad
del Señor. De igual modo que un día subió a los cielos con su cuerpo resucitado
y glorioso, “envuelto en una nube” (Act. Apost. 1, 9), así volverá ahora “sobre
las nubes del cielo”, revestido “de la gloria de su Padre” (Matth. 16, 27),
envuelto en su “majestad” celeste (Matth. 25, 31) y rodeado de ángeles por
todas partes. Todos verán y reconocerán entonces la inapreciable gloria que Él
les mereció con su muerte y que les había reservado para su alma y para su cuerpo.
¡Todos tendrán que ver y reconocer lo que Él pudo y quiso hacer con ellos, por
medio de su encarnación, de su cruz, de su resurrección, de su ascensión a los
cielos; por medio del envío del Espíritu Santo; por medio de su Iglesia, con
sus dogmas y sus sacramentos! Entonces reconocerán y confesarán que, si no
consiguieron el fin, la vida eterna y feliz, no fue por culpa de Dios. Y,
viceversa, los que se hubieren salvado, reconocerán y confesarán agradecidos
que lo fueron en virtud del amor y de la gracia del Señor. “Dios es el que da
el querer y el obrar” ni un solo pensamiento (bueno): toda nuestra capacidad
nos viene de Dios” (2 Cor. 3, 5).
3. La vuelta del Señor para el juicio es el
sello infalible con que Dios autentica la primera venida de Jesús, en el portal
de Belén, la verdad de su Encarnación, la verdad de todas sus palabras, la
santidad de su vida y de su ejemplo, la eficacia de su pasión y muerte, la
verdad de su Iglesia, la verdad de la misión, de la autoridad, de los derechos,
de las exigencias, de la predicación y de los sacramentos de su Iglesia.
¡Felices de nosotros, los que creemos en Él, los que pertenecemos a Él en su
santa Iglesia!
El
Señor viene secretamente a nosotros en la celebración de la santa Misa. Viene
envuelto en poder y majestad, aunque nuestros ojos corporales no le vean.
Congrega en torno suyo a sus escogidos y le inocula su espíritu y sus
sentimientos sacrificales. Los funde a todos en su sacrificio y se los ofrece
al Padre, junto con la ofrenda, que es Él mismo, como un don “puro, santo,
inmaculado”. En el banquete sacrifical de la sagrada Comunión son “trasladados
al reino de su amado Hijo”, se unen íntimamente con Cristo. Una venida del
Señor llena de gracia y, al mismo tiempo, una imagen, una garantía y un
anticipo de la vuelta definitiva que tendrá lugar el día del juicio final.
Cuando venga a nosotros, en el santo sacrificio, acerquémonos a Él llenos de fe
y de confianza. En el santo sacrificio debemos proveernos de todas las energías
que necesitemos para poder “caminar de una manera digna de Dios”, para poder
“agradarle en todo”, para poder producir “frutos de toda clase de buenas obras”
y para poder “robustecernos en todas las virtudes” (Epístola), para que, de
este modo, cuando tenga lugar la última vuelta del Señor, podamos pertenecer al
número de aquellos a quienes Él invitará: “Venid, benditos de mi Padre.”
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