CIEN AÑOS DE MODERNISMO (8)
San Agustín y la Revelación del Hijo de Dios
1. Necesidad de la Revelación y de la Iglesia
San Agustín (354-430), después de varios años de estudio y de enseñanza en África del Norte, se siente atormentado por una enorme sed de conocer la verdad. La gracia lo persigue tanto como las lágrimas de su santa madre, Mónica. En el año 383, huyendo de su madre y de la gracia de Dios, se embarca con destino a Italia y consigue una cátedra de retórica en Milán. Allí lo esperaba la conversión. Agustín, adepto de la herejía maniquea, nunca perdió el deseo de la verdad. Rechaza finalmente la herejía cuando el obispo herético Fausto, hostigado por sus preguntas, le confiesa su ignorancia. Entonces regresa a la fe de su infancia y ese mismo año empieza a oír a san Ambrosio, aunque sin estar seguro aún de que exista un camino para alcanzar la sabiduría. Su conversión intelectual, que tiene lugar en el año 385, se funda en una doble necesidad. Comprende que, además de la razón, hace falta una autoridad para poseer la verdad con certeza. Esta necesidad la fundamenta en la divina Providencia, que no puede negar al hombre la capacidad de conocer la verdad necesaria para su salvación. Ahora bien, los hombres, por su sola razón, son impotentes para conocerla, como su propia experiencia se lo ha demostrado. Pero ¿por qué la autoridad de la Iglesia católica? Por la misma razón: iría contra Dios y contra su Providencia afirmar que una sociedad religiosa haya logrado conquistar el mundo entero proclamándose falsamente como la detentadora de la Revelación divina.
Así, pues, el orgulloso retórico se somete finalmente a la Revelación sólo por intermedio de la Iglesia. Ella es el vocero de Dios. Ella es la Madre y la Maestra de la verdad. Ella establece el puente entre el presente y la Revelación de Jesucristo, ya cuatro veces centenaria. Ella nos permite remontar del efecto a la causa, del río a la fuente. Si la Iglesia existe, es porque su Fundador existió realmente. Si la Iglesia es una sociedad milagrosa, es porque su fundación fue milagrosa y divina. Ahora bien, la Iglesia es una institución visible y viva, difundida milagrosamente por el mundo, al que ha conquistado a pesar de las más violentas persecuciones. El catecúmeno de Milán es sensible a ello:
«Aún no vemos a Cristo, pero vemos a la Iglesia: creamos, pues, en Cristo. Los Apóstoles, al revés de nosotros, aunque veían a Cristo, no veían a la Iglesia sino a través de la fe. Vieron una cosa y creyeron en otra: hagamos nosotros lo mismo. Creamos en Cristo, a quien no vemos aún, y, manteniéndonos unidos a la Iglesia a la que vemos, llegaremos, finalmente, a ver a Aquel a quien aún no podemos ver» (1).
En la vida de la Iglesia, lo que más llama la atención de los espectadores del mundo pagano, y de Agustín el primero, es su santidad, ese sello de Dios que la Iglesia lleva en la frente y difunde a su alrededor. Sus principios morales son puros y santificantes, y así son la causa de la santidad de sus miembros, y la causa de la extraordinaria revolución moral que purificó y elevó el medio tan corrupto de la cuenca del Mediterráneo durante el período de decadencia imperial. «Ved cómo se aman», decían admirados los judíos ante la caridad cristiana. Donde reina la verdad sobrenatural florece la santidad, el heroísmo del martirio y, en particular, la virginidad consagrada; y eso en las épocas y lugares en que menos podría uno esperarlo. De manera que san Agustín podía replicar a sus adversarios que si Platón y Sócrates hubiesen visto lo mismo que veían ellos, también habrían creído. Más adelante el Magisterio repetirá casi punto por punto lo dicho por san Agustín. El concilio Vaticano I, entre otros, afirma que
«la Iglesia por sí misma, es decir, por su admirable propagación, eximia santidad e inexhausta fecundidad en toda clase de bienes, por su unidad católica y su invicta estabilidad, es un gran y perpetuo motivo de credibilidad y de testimonio irrefragable de su divina legación» (2).
En resumen, la Iglesia católica está provista de todas las pruebas necesarias para que todo hombre de buena fe se adhiera a ella como a la Iglesia verdadera.
1 Sermón 238.
2 Vaticano I, constitución Dei Filius, DzB 1794.
Comentarios
Publicar un comentario