MIÉRCOLES DE LA 3ª SEMANA DESPUÉS DE EPIFANÍA
COMUNIÓN DE VIDA CON
DIOS
1.
“El
Señor edificó a Sión y allí se dejará ver en toda su majestad” (Gradual). La vieja Sión (Jerusalén) ya
no existe. La ha sucedido la nueva edificada por el Señor con los pueblos de la
gentilidad. ¿Cómo? Dándoles nueva vida, como el leproso y al siervo del
centurión del Evangelio de hoy. “Viviré y contaré las obras del Señor” (Ofertorio).
2. La
nueva vida es una participación de la vida divina. La nueva vida, que se nos comunica
por medio de la santa Iglesia, consiste en adorar a Cristo como a Dios-Hombre y
como a Salvador. Consiste también en venerarle como al hombre más santo, como
al hombre que redimió a la humanidad con la predicación de una moral nueva y le
señaló un nuevo camino de vida religiosa, dándole al mismo tiempo, en sí mismo,
el más sublime ejemplo de todas las virtudes. La nueva vida consiste, además,
en que todos nosotros podemos participar, por medio de Cristo, de la misma vida
de Dios. Consiste en que, a pesar de nuestra indignidad, podemos poseer y vivir
la vida divina, podemos pensar y querer lo que Dios piensa y quiere. Y todo
esto, ya desde ahora, aquí en la tierra. Más tarde, en el cielo, se nos darán
también la posesión y el goce perpetuos de la beatifica vida del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo. “Ved cuánto amor nos ha demostrado el Padre, pues
nos ha llamado y nos ha hecho hijos de Dios” (Jn. 3, 1). “Por Él (Cristo) nos
ha hecho Dios las más grandes y halagadoras promesas: nos ha concedido el
inapreciable privilegio de poder hacernos participantes de la naturaleza divina
y nos ha librado de la concupiscencia, que corrompe y devora al mundo” (2 Pe.
1, 4).
La nueva vida es una comunión de
trato, de existencia con Dios.
“El que me ame a mí, observará mis palabras, y mi Padre le amará a él, y
vendremos a él y estableceremos en él nuestra morada” (Jn. 14, 23). El Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo viven en una misteriosa y permanente comunidad de
vida con el alma. La nueva vida es una vida de sentimientos, de afectos e
ideales nuevos. Es una vida dichosa, rebosante de íntimo e inefable gozo, pura,
ultra terrena, de una plenitud, de una virtualidad interna inagotable. Es, en
fin, una vida que penetra y transforma al hombre hasta en lo más profundo de su
ser. Con ella nos sentimos unidos a Dios, tenemos conciencia de nuestra
comunidad con Él: somos hijos elegidos, amados suyos. Ella nos hace vivir los
mismos sentimientos de Dios, es decir, su bondad, su amor, su generosidad. Nos
impulsa a conversar con Él como un hijo con su padre. En esta nueva vida, Dios
ilumina nuestro entendimiento con sus ilustraciones e inflama nuestra voluntad
con la fuerza de su gracia. Unas veces inunda nuestro corazón de una inefable
dulcedumbre; otras, prueba nuestro amor con arideces y sequedades de espíritu.
Pero Él siempre permanece a nuestro lado. Nos sostiene y guía nuestra alma, con
brazo certero y vigoroso, a través de todas las tinieblas y tempestades que la
agitan, como un hábil piloto conduce la nave que le ha encomendado un capitán
menos experto.
3.
“El
Señor edifica a Sión”, es decir, la nueva comunidad, la Iglesia, la nueva
humanidad, llenándola y alimentándola con la nueva vida. Esta nueva vida solo
puede brotar de las profundidades de la misma vida de Dios. Cristo es quien nos
la da, solo Él puede dárnosla. Él es la misma fuente. No puede manar de ninguna
otra parte. Él es quien ha recibido del Padre todo poder sobre la carne y sobre
el espíritu, para que dé la vida eterna a todos los que le sean confiados, a
todos cuantos crean en Él. “El que coma de este pan, vivirá eternamente” (Jn.
6, 48). La nueva vida es vida únicamente por la virtud de Cristo. De Él fluye
hasta nosotros en el santo sacrificio de la Misa, en la sacratísima Eucaristía
y por el canal de los demás sacramentos.
Ante tanto
beneficio, ¿qué otra cosa podremos hacer nosotros, si no es darle al Señor las
más rendidas gracias? Cantemos, pues, jubilosamente con la liturgia: “La diestra
del Señor ejerció su poder, la diestra del Señor me ha ensalzado: ya no moriré,
antes viviré y contaré a todos las maravillosas obras realizadas por el Señor” (Ofertorio). ¡Y confiemos! Nos anima la
misma vida del Señor, nos ilumina su luz, nos sostiene su fuerza. Estamos
injertados en Él, como miembros vivos. Nos mueve su mismo espíritu, nos protege
continuamente su brazo. ¿No confiaremos aún plenamente en Él? ¿No repetiremos
con el Apóstol: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta”?
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