CUARTO DOMINGO DESPUÉS DE PASCUA
CRISTO,
AUSENTÁNDOSE, NOS ENVÍA AL ESPÍRITU SANTO
El grano, para germinar y
dar su espiga tiene que morir en el surco. Cristo, que es el autor de esta
comparación, la explicó con su ejemplo: murió como un grano de trigo, y la
Redención operada con su sangre fue tan copiosa, que con ella pueden salvarse
todos los hombres; y aún más, enviándonos después el Espíritu Santo, aseguró y
perfeccionó la obra de la Redención por la santificación personal de cada uno.
Después de la cruz viene la luz.
¡Qué tardos somos para creer esta
doctrina del dolor, causa de nuestra alegría y perfección espiritual! Apenas
vemos sobre nosotros cernerse la tribulación, nos sentimos ya como aplastados
bajo ella. ¿Por qué somos tan tímidos? Porque tenemos poca fe. ¡Cuántas veces
nuestra vida espiritual, nuestra oración se convierte en un desierto árido, en
que Cristo se nos figura como peña dura y sin agua, y nosotros vamos a él y le
pedimos una y muchas veces que se hienda y derrame sobre nosotros el agua de
sus consuelos!... Cualquier demora nos coleriza, nos exaspera, nos abate. Pero
¿no sabemos que tienen que cumplirse todas las Escrituras? ¿Qué la Redención,
no sólo de todo el mundo, sino de cada alma en particular se realiza por la
cruz, por el dolor?
¡Qué pena! En
nuestra oración apenas si se trata de otra cosa que de recibir consuelos o
vernos en la cómoda posesión de las virtudes. Hacemos como los Apóstoles, que antes
de la Pasión y poco después de ella se preguntaban impacientes y repetidas
veces si había llegado ya el tiempo de reinar apaciblemente con Cristo. No; la
vida espiritual, la oración, que es un compendio de toda la vida espiritual, es
para negarnos a nosotros mismos. Pero ¡cuántas veces después de aquella noche y
muerte espiritual viene la vida! ¡Cuán cerca está la consolación del Espíritu
Santo de las arideces llevadas con paciencia! “Si no me voy, no vendrá a
vosotros el Consolador (Juan 16, 7).”
Comentarios
Publicar un comentario