JUEVES DE LA TERCERA SEMANA DESPUÉS DE PASCUA
CONSTANCIA EN EL BIEN
La INCONSTANCIA en el bien
es una plaga funesta de las que más se oponen a la salvación de los cristianos.
¡Cuántos empezaron a conducirse como ángeles y terminaron portándose como
demonios! ¡Cuántos que, semejantes a Adán en el Paraíso, vivieron durante algún
tiempo revestidos de la gracia santificante y luego, comiendo del fruto
prohibido, descendieron hasta colocarse al nivel de los animales! Y ¡cuántas
almas piadosas, de las cuales hubiera podido esperarse mucho, caminan hacia su
ruina a causa de su inconstancia! Muchos se entregaron totalmente a Dios,
durante unos días de retiro, prometiéndole corregirse de sus defectos y
sacrificarse por entero al divino beneplácito; pero al reintegrarse a la vida
corriente y al empezar de nuevo a ocuparse de los asuntos exteriores,
olvidándose de las promesas y buenos propósitos, echaron por tierra en una hora
lo que costó tantos trabajos, tantas oraciones, tantos esfuerzos y quizá
también tantas lágrimas.
¡Así es de inconstante el corazón
humano! Por aquí comprenderemos cuán INDISPENSABLE nos es la virtud de la
CONSTANCIA, porque sin ella no adelantaríamos en virtud, no perseveraríamos en
el buen camino, no lograríamos alcanzar la gracia de nuestra salvación. Dijo
nuestro divino Redentor: “Quien perseverare hasta el fin, éste se salvará (Mateo
10, 22).” Y ¡cuántos MÉRITOS se adquieren cuando se cumplen fielmente las
buenas resoluciones! ¡Lástima que tantas veces hayamos comenzado a practicar la
mortificación, a vencer la pasión que nos domina, para abandonarnos a la relajación
poco a poco, hasta que de nuevo renació en nosotros el fervor, merced a algunos
días de recogimiento en santos ejercicios!
¡Oh Jesús
mío! Hubo un tiempo en el cual, por delicadeza de conciencia, evitaba yo hasta
las faltas más leves, vigilaba sin cesar sobre mí mismo, vivía desprendido de
todo, lejos del mundo, pensando sólo en ti y en la manera de agradarte. ¡De qué
DULCÍSIMA ALEGRÍA se sentía entonces embargada mi alma! ¡Cuántos actos de amor
ferviente, de renunciamiento, de obediencia, te hacía! ¡Cuán fácilmente
practicaba la oración, la caridad, la abnegación! ¡Oh Jesús mío! Ahora en
cambio, ¡cuánto ha cambiado todo para mí, a causa de mi inconstancia!
Hace años que
te sirvo, y quizá por eso me creo autorizado para vivir MÁS A MIS ANCHAS, menos
sumiso, menos dócil, menos mortificado, menos amigo del silencio y de la
oración; en vez de hacer justamente lo contrario cual debía. Precisamente,
según van pasando los años, me voy acercando más a la muerte y al juicio, y
debiera redoblar mi celo en la obra de mi perfección. ¡Oh Salvador mío! Haz, te
lo ruego, que así sea, y aumenta en mí el fervor, según van los días corriendo,
y arrastrándome consigo hacia la inmutable eternidad.
Creo que ayuda a alcanzar esa meta de la constancia y perseverar en el bien la ayuda de un director espiritual u otros que caminen con nosotros en la misma fe.
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