VIERNES DE LA CUARTA SEMANA DESPUÉS DE PASCUA
LA VERDADERA SANTIDAD
Dos cosas son necesarias
para la verdadera santidad: el hábito de la virtud y la solidez de la misma. El
HÁBITO de la virtud se adquiere a fuerza de ejercitarse en ella y es
absolutamente indispensable para llegar a la perfección. No se dice de un
hombre que sea sabio porque haya dicho algunas palabras científicas, ni se dice
de nadie que sea virtuoso por haber hecho alguna obra santa. Pero quien habla
siempre sabiamente o práctica siempre la virtud merece los calificativos de
sabio y de santo, respectivamente. Si de vez en cuando hacemos alguna buena
acción, no por eso dejamos de ser débiles o inconstantes; pero sí tuviéramos
por costumbre realizar esas buenas acciones, entonces la virtud echaría raíces
en nuestra alma, siendo firme y constante y como un parte de nuestra misma
naturaleza.
Pero aunque un alma haya llegado a
esto, no por eso estará en la cima de la verdadera santidad. Tendrá que pasar
además por LA PRUEBA de las adversidades y de las humillaciones. Cuando las
almas empiezan a trabajar en la obra de su propia santificación, Dios les hace
notar sensiblemente su ayuda divina; ellas, entonces, con gran facilidad pueden
hacer actos de humildad, de caridad, de penitencia y de devoción. Luego, cuando
ya han subido a un grado más alto, el Señor les retira esa ayuda SENSIBLE que
les prestaba, y las prueba dejándolas como abandonadas al tedio, a las penas
espirituales y a la tentación. Esas almas en semejante estado tienen
frecuentísimas ocasiones de demostrar a Dios su amor, haciendo actos de
generosidad, de abnegación, de confianza, de castidad, de paciencia y de
abandono al beneplácito divino; purificándose de esta manera y dejándose
modelar por el Artista divino, como si fueran de blanda cera, hasta conseguir
asemejarse a su modelo, Cristo crucificado.
Nosotros, que deseamos santificarnos, dejemos que el Señor nos conduzca por sí
mismo, y recibamos sumisos las pruebas que quiera enviarnos: penas,
humillaciones o mortificaciones. No nos quejemos ni entristezcamos por pequeñas
contrariedades que nos mande; ésa no sería manera de demostrar la solidez de
nuestra virtud, porque la sólida virtud no se turba por nada, ni nada teme,
porque solo en Dios tiene su tesoro, su fuerza y su felicidad.
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