14 DE JULIO
SAN BUENAVENTURA, DOCTOR DE LA IGLESIA
Según el Papa Sixto V, San Buenaventura, apellidado Doctor
Seráfico, “poseísa un DON PARTICULARÍSIMO para escribir. Se encuentra en sus
obras erudición profunda, razonamiento sutil, discurso fuerte y enérgico, pero
sobre todo un giro y gracia admirables, que vence los espíritus más obstinados
y ablanda los corazones más duros. El fervor y la piedad son en él inseparables
de la ciencia y el autor parece haber servido de intérprete al Espíritu Santo.
Este elogio del Soberano Pontífice demuestra que los
conocimientos adquiridos por el santo Doctor, lejos de disminuir en él la
UNCIÓN de la gracia, la consolidaron y la hicieron más penetrante. Siendo niño,
su piadosa madre le enseñó a practicar la obediencia, el recogimiento interior
y la unión con Dios, aumentando siempre en él tan felices disposiciones.
La MODESTIA era compañera inseparable de todas sus acciones,
considerándose el último entre todos los hermanos. ¡Con cuánta solicitud
desempeñaba los más bajos empleos! Los libros santos aseguran que donde se
encuentra la humildad, se encuentra también la sabiduría (Prov. 11, 2). Luego no
es de extrañar que sabio tan humilde hubiera recibido del cielo tantas luces
especiales. Al concepto tan bajo que de sí tenía unía el verddero ESPÍRITU DE
ORACIÓNA, nuevo foco de esplendores celestiales. Su corazón se abría de esta
manera a las inspiraciones de la gracia, y con tales sentimientos siempre
fecundos componía sus admirables escritos.
A su ejemplo, escojamos la humildad y la oración como
fuentes principales de donde sacar sabiduría y consejo en nuestras dudas, valor
y fuerza en las pruebas, paz y alegría espiritual imperturbables aun en medio
de los trabajos enojosos de la vida. La HUMILDAD nos enseña a desconfiar del
propio criterio y a fiarnos de los prudentes consejos de los demás. La ORACIÓN
nos pone en relación con Dios, en quien se encuentran todos los recursos de la
inteligencia y del corazón. Por tanto, no empecemos nunca la meditación sin
anonadarnos considerando nuestra miseria; y no nos humillemos ante Dios sin
poner en él toda nuestra confianza y sin implorar su socorro. “Seamos, dice San
Agustín, como esos mendigos que piden limosna e importunan a los ricos hasta
que logran sus deseos.”
¡Oh Dios mío! Mi miseria tan grande e irreductible debiera
forzarme a recurrir siempre a ti con el mayor fervor. Concédeme, te ruego,
deseo vivísimo de santificarme, gran desconfianza de mi mismo y sed ardiente de
ORACIÓN, aun en medio de las ocupaciones más absorbentes.
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