17 de Septiembre
LA IMPRESIÓN DE LAS LLAGAS EN SAN
FRANCISCO DE ASÍS
San Francisco de Asís, desde su
conversión, al igual que San Bernardo, se hizo un RAMILLETE DE MIRRA con el
recuerdo de los dolores y humillaciones de Jesús para traerlos con frecuencia a
su imaginación, lleno de amor y de compasión. La Pasión del Salvador era a sus
ojos fuente de todos los bienes. Y así es porque, como decía San Pablo, Cristo
crucificado “es virtud de Dios y la sabiduría de Dios (1ªCor. 1, 24).”
Añadiendo el Apóstol que “Cristo Jesús fue constituido por Dios para nosotros
por sabiduría y por justicia y santificación y redención (1 Cor. 1, 30)”.
San Francisco
derramó tantas lágrimas al considerar los sufrimientos del divino Maestro, que
no le faltó mucho para quedarse ciego. Con frecuencia le oían exhalar gritos
lastimeros cuando meditaba la Pasión. Durante una enfermedad que padeció, como
mirase constantemente el crucifijo, su médico quiso distraerle de él la
atención; pero él entonces dijo que si le condenaran a no volver a contemplar
aquel objeto tan dulce a sus ojos, preferiría perder la vista, porque lo único
que en la tierra atraía sus miradas era la imagen de Jesús crucificado, y jamás
se cansaría de tenerlas fijas en él. ¡Tan tierno y ardiente era el amor que
este serafín del mundo sentía hacia Jesús llagado!
Y el Salvador
quiso corresponder a este amor, pues varias veces se le apareció lleno de
heridas como para prepararle a recibir el favor insigne de la impresión en su
cuerpo de las llagas sagradas. Cierto religioso vio salir una cruz de la boca
de San Francisco, y otro fue testigo de una visión que tuvo el santo, en la que
dos espadas formando una cruz le atravesaban las entrañas. Siendo todos estos
prodigios prueba de la íntima unión que existía entre Francisco de Asís y
Cristo crucificado.
Y NOSOTROS,
¿sabemos también unirnos a la Pasión del Señor?, ¿la meditamos con frecuencia?,
¿aprovechamos de ella? ¿Amamos las penas, las humillaciones y las dificultades?
¿No nos quejamos a la menor contrariedad como si únicamente hubiéramos nacido
para gozar y no para asemejarnos al Primogénito de los predestinados?
¡Oh amable
Redentor mío! Me arrepiento de haberme avergonzado con tanta frecuencia de tu
Cruz al no quererme abrazar con las penas que me envías en tu paternal
Providencia. Dame las fuerzas que necesito para no buscar otro alivio para mis
sufrimientos que el recuerdo de tus dolores e ignominias. Con tu ayuda divina
tomo las siguientes resoluciones: 1ª acostumbrarme a pensar en tu Pasión, sobre
todo en tu cruel crucifixión; 2ª llenarme, al considerar este escena dolorosa,
de sentimientos de AGRADECIMIENTO por tu renunciación en bien de mi alma, de
CONFIANZA en tus méritos infinitos y de los más ARDIENTES DESEOS por
demostrarte mi amor, practicando la paciencia y la mortificación.
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