9 Septiembre
LAS INJUSTAS PRETENSIONES DE LA
NATURALEZ A CAÍDA
El alma, lo mismo que el
cuerpo, tiene también sus pretensiones viciosas. Prendada de su propia
excelencia, quiere ser honrada y alabada. En todas partes quiere hacerse valer,
estimar y amar, aun es detrimento de la misma gloria de Dios. Orgullosa de sus
buenas CUALIDADES NATURALES: talento, inteligencia, corazón, generosidad, por
todo se complace en sí misma y ante los demás, como si tales bienes fueran de
su exclusiva propiedad. Olvida que solo habrá de usar de ellos para servir y
honrar al Señor. “¿Qué cosa tienes tú que no la hayas recibido de Dios?, le
pregunta el Apóstol; y si todo lo que tienes lo has recibido de él, ¿de qué te
jactas, como si no lo hubieses recibido? (1 Cor. 4, 7).”
Sin querer oír
estas enseñanzas, el alma orgullosa llega hasta el extremo de atribuirse los
BIENES DE LA GRACIA, las virtudes que son en ella un efecto de la asistencia
divina, perdiendo así la noción de su total impotencia para lograr la salvación
eterna y de la imposibilidad de formarse por sí sola una idea del bien, y menos
aún de creer, de esperar, de amar y de vivir adquiriendo méritos para el cielo.
A tan engañosas pretensiones vienen a sumarse, llenándonos de vergüenza, una
multitud de defectos, consecuencias del vicio abominable del orgullo: el odio,
la envidia, la ira, la doblez, la hipocresía, los piques, los resentimientos,
los rencores, las antipatías; vanidad, suficiencia, rebeldía, arrogancia,
jactancia, tendencia a criticar, a hablar mal del prójimo, a murmurar, a
contradecir, a encumbrarnos y a rebajar a los demás. Si a esto añadimos el
miedo invencible que sentimos por las amonestaciones, los regaños y la
humillación, tendremos una idea aproximada de la levadura perversa que fermenta
en nosotros, hasta hacer que nos olvidemos de la nada, de la que Dios nos quiso
sacar por un puro efecto de su bondad infinita.
Pero ¿qué
REMEDIO podremos emplear contra tal desorden? El mejor de todos sería que con
frecuencia nos trasladáramos en espíritu al Tribunal de Dios, Juez soberano,
para medir allí su exactitud el abismo de nuestra ignorancia e impotencia para
el bien, de nuestra corrupción innata y de nuestros pecados tan graves como
numerosos. Entonces comprenderemos cuán injustas son nuestras orgullosas
pretensiones, ya que teníamos merecidos los oprobios eternos del infierno.
¡Oh Jesús! ¡Solo el pensamiento de haberte ofendido a ti, que eres mi bienhechor y mi Padre, debiera de avergonzarme para siempre! Por intercesión de tu Madre, Reina de la humildad, te ruego me libres de la propia estimación y me concedas las siguientes gracias: 1ª, pensar con frecuencia en la MUERTE, que habrá de reducir a polvo mi cuerpo; y en el JUICIO PARTICULAR, que me hará ver claramente toda la fealdad de mis vicios;
2ª, mortificar, por consiguiente, mi SENSUALIDAD
y todos los retoños que brotan sin cesar de mi natural ORGULLO, campo abonado
de funestas inclinaciones y de instintos depravados.
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