DOMINGO INFRAOCTAVA DE LA EPIFANÍA

 LA SAGRADA FAMILIA

Pobre fue, sin duda, la casa de Nazaret, como aun puede verse en Loreto. Pobre y pequeña; incapaz para el lujo y la soberbia de los hombres, pero suficiente para Dios hecho hombre, y para habitación y campo donde pudieran, ocultas, crecer las más excelsas virtudes. Pero lo que ennoblece una casa no son los muebles, ni el lujo, ni la comodidad, ¡Cuántos vicios pululan de entre la vanidad y el confort! el ornato de una casa son los esposos y los hijos y sus virtudes domésticas.

Por eso, ¡qué noble, qué digna, qué admirable fue aquella casa de Nazaret! ¡Qué dos ornamentos preciosos, qué dos columnas tan firmes como finamente trabajadas: María y José! María lo embellece todo con su pudor; todo lo ordena y compone con sus manos hacendosas, todo lo suaviza y endulza con su amor y su piedad. ¿Quién encontrará una mujer como ésta, tan suave como fuerte, tan silenciosa como activa, que es Madre de Dios y obedece a un carpintero que en una criatura y educa al Hijo de Dios?

En aquella familia excepcional, el último en mérito, virtud y categoría viene a ser el primero. San José, infinitamente inferior a Jesús y muy distante de las inefables perfecciones de María, es, sin embargo, el primero, el jefe de familia. El nervio de la familia no son las virtudes, ni la hermosura, ni la gracia; es la autoridad digna del varón, del padre, Dios ha querido afirmar y honrar el principio de autoridad en la familia, poniendo al frente de la suya al miembro menos rico de dotes y excelencias, aunque digno en todo del puesto que fue llamado a desempeñar: a San José. La autoridad de San José, como la de su Esposa, María, reside más en el ejemplo de todas las virtudes que en los mandatos. Sobre todo, es aquella fidelidad en servir más que en mandar a su Esposa y su Hijo adoptivo, Jesucristo. ¿Qué padre se dedicó con más fidelidad a la familia?

Pero sobre todo es Jesucristo quien eleva de punto las excelencias de la Sagrada Familia. Y no por ser Dios, por ser Rey del universo y Redentor del mundo sino porque es hijo modelo y modelo de todos los hijos. No es porque el manda y todos obedecen, sino porque es hijo sencillamente y cumple con sus deberes del modo más perfecto. ¡Qué admiración causaría a los ángeles aquel cambio tan brusco del Verbo encarnado, a quien veían en el cielo en toda su gloria divina y ahora lo ven en toda la humildad humana de niño!

Porque Jesús cumple exactamente sus dos grandes deberes: 1º obedece. No es él quien dispone, quien contrata el trabajo: Jesús solamente obedece; 2º crece; Jesús crecía en sabiduría, edad y gracia no solo ante Dios, sino a la vista y en las virtudes y habilidades de los hombres. Estas son las virtudes de los hijos: obedecer y hacerse hombres.

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