EL BAUTISMO DE JESÚS
Al hacerse bautizar por San Juan Bautista en las riberas del Jordán, el Salvador realiza varios misterios: 1º santifica el agua, materia de nuestra bautismo, y le infunde, al ir unida con las palabras de ritual, una eficacia maravillosa para borrar toda mancha de pecado; 2º nos da ejemplo de verdadera PENITENCIA al realizarse este prodigio: el Unigénito del Creador, a los pies de la criatura. Juan se resistía, diciendo: "Yo debo ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?" "Déjame hacer -le respondió el Salvador-; y así es como conviene que cumpla toda justicia (Mat. 3, 15)." Es decir, que practique todas las virtudes, incluso aquellas que son propias de los pecadores arrepentidos. ¡Qué anonadamiento el de nuestro Dios! Juan obedeció y confirió a la más pura inocencia el bautismo de penitencia.
En aquel momento se abrieron los cielos y, viéndose bajar el Espíritu de Dios en forma de paloma y colocarse sobre Jesús, se oyó una voz del cielo que decía "Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas todas mis complacencias." Solemne enseñanza, por la que nos es revelado el gran misterio de la adorable Trinidad: el Padre que habla, el Hijo que es bautizado y el Espíritu Santo que toma la forma o apariencia de paloma.
El Padre declara que tiene puestas en su Hijo todas sus COMPLACENCIAS. ¿Cómo es posible que nosotros no pongamos también las nuestras en Jesús? Él es imagen verdadera de su Padre, espejo sin mancilla de la divinidad, y en su persona se hallan reunidas todas las perfecciones del cielo y de la tierra. ¿Quién con más derechos que él podría merecer todo nuestro amor? Sería imposible encontrar quien le igualase en amabilidad y perfecciones. Ni reyes, ni príncipes, ni padres, ni hermanos, ni amigos podrían nunca serle comparados. Y Jesús, que arroba en amor a los Ángeles, los Santos e incluso a su Padre celestial, ¿será posible que no nos enamore? ¡Corazón avaro y pequeño ha de ser el que no se deje atraer por el Señor!
El Espíritu Santo, al reposar en forma de paloma sobre la sacratísima cabeza del Hombre-Dios, nos enseña la mansedumbre de nuestro amable Redentor. ¡Tan suya!... Jesús no es un monarca, un conquistador, un juez. Es el Salvador, es quien nos va a decir: "Aprended de mí, que soy manso." Sí, aprended de mí y soportad los defectos del prójimo, su carácter, su aspereza, sus impaciencias, sus faltas de delicadeza y educación. Aprended de mí a perdonarles sus ofensas, los mismo que yo os perdono las ofensas que son tanta frecuencia me hacéis. De este modo nos habla Jesús. ¿Somos dóciles a su voz y estamos dispuestos a obedecerle?
¡Oh divino Maestro! Cuántas veces me resisto a tus enseñanzas, que me prescriben dulzura hacia mis semejantes, dulzura en todo evento, dulzura conmigo mismo para mantenerme en paz. Concédeme verdadero espíritu de penitencia que me haga renunciar a cuanto me aparte de ti, como lo he prometido en el bautismo. Que mi pensamiento, mi atención, mi amor reposen constantemente en ti. En ti, que eres el objeto de todas las complacencias del cielo y de las almas puras.
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