14 DE ENERO. SAN HILARIO, DOCTOR DE LA IGLESIA

 Este Santo Doctor reunía en su persona todas las cualidades que hacen grande a los obispos. A una naturaleza dulce y pacífica unía vigor, celo y firmeza apostólica, que nada ni nadie hubiera logrado detener o intimidar. San Hilario hubiera podido permanecer tranquilo y retirado en su iglesia de Poitiers, sin ocuparse de las disputas de los orientales; pero su celo ardiente y caridad hacia Dios y su Iglesia le hizo determinarse a tomar la defensa de la fe, a sabiendas de que ponía en peligro la vida. Desterrado por el emperador Constancio, decía: "Que mi destierro dure siempre, con tal de que se predique la verdad."

Escribió varios tratados, en los que resplandece su ardor en la defensa de los misterios de la Santísima Trinidad, Encarnación del Verbo y Supremacía e Infalibilidad de Pedro y de sus sucesores. La herejía no se atrevió jamás a luchar contra él frente a frente, sino valiéndose de la astucia y de la violencia. Pero perdió contra él la batalla, pues no logró vencerle, ni consiguió que dejara de proclamar la verdad. San Agustín y San Jerónimo le dan los gloriosos nombres de "doctor ilustre de la Iglesia y orador elocuentísimo". Después de su muerte, en su sede episcopal, una luz deslumbradora envolvió el lecho fúnebre, como para hacer constar que aquel santo obispo había sido el faro de su siglo. Los grandes milagros que obró San Hilario después de muerto confirmaron plenamente la verdad de la doctrina que nunca cesó de predicar. ¡Qué grande es la fuerza del celo apostólico, oh Dios mío!, del celo apostólico vivificado por la fe y por la caridad. Su fruto abundante se sigue recogiendo aun después de la muerte. Veamos si estamos animados de grandes deseos de perfección y de grandes deseos de que se salven las ALMAS. Veamos también a qué obedecen estos anhelos: ¿es tal vez porque sabemos apreciar el valor del alma redimida por Jesucristo? ¿Es tal vez porque estamos llenos de amor hacia nuestro divino Salvador?

¿Qué móviles dirigen nuestra actividad? ¿La actividad natural o el miedo a molestarse? ¿El prurito de agradar al público o la intención de placer a Dios? ¿Nuestro propio interés o satisfacción o la gloria de Cristo y el aprovechamiento del prójimo? Escudriñemos en nuestra conciencia qué miras llevamos y resolvámonos a dirigirnos en adelante siempre por los principios de la fe, sobre todo en el ejercicio:

  1. De la presencia de Dios, alma de la vida interior.
  2. De la obediencia a los superiores, que están en lugar de Dios.
  3. De la caridad con el prójimo, a quien cede Cristo sus derechos a nuestro amor y servicios.
  4. De la paciencia en las contradicciones, preciadas perlas que hemos de recibir con agrado de manos del Padre celestial.

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