22 DE ENERO. EL DESTIERRO DE JESÚS EN EGIPTO

 Las penas de Jesús, de María y de José no se redujeron al viaje, sino que no los abandonaron durante siete años de destierro en aquel lejano país. SU POBREZA era grande, y mientras el divino Niño crecía, también crecían las privaciones. Con trabajos y fatigas ganaban el sustento de cada día. Desconocidos en aquel país, eran tratados y mirados como extranjeros.

Lejos de lamentar su suerte, la sagrada Familia aprovechaba el aislamiento para entregarse a vida de RECOGIMIENTO y de ORACIÓN. Su casita era un santuario, en el que se guardaba religioso silencio. El Verbo encarnado callaba, pero se ofrecía al Padre en expiación por nuestros pecados. La bienaventurada Virgen y San José se entretenían en coloquios interiores con Dios, haciendo actos de profundo agradecimiento por haber sido escogido como Padres del Redentor, habitando constantemente con él, compartiendo sus penas y contribuyendo de este modo a la salvación del género humano.

¡Qué alegría para la Madre alimentar AL DIVINO NIÑO con su propia mano, enseñarle a hablar, a andar!... Con cuánta reverencia adoraría las primeras palabras que pronunciase y los primeros pasos del Niño Dios. Con cuánto respeto y con cuánta devoción le vestiría la primera túnica sin costura que, según la piadosa tradición, crecía la mismo tiempo que el Salvador. San José, por su parte, se sentía feliz proporcionando con su trabajo lo necesario para alimentar y vestir al Niño. En una palabra, todos los pensamientos de María y de su castísimo esposo estaban concentrados en el Verbo encarnado. Día y noche meditaban en sus grandezas, veladas voluntariamente al hacerse hombre. Le contemplaban, le adoraban y le admiraban. Intenciones, afectos y deseos iban derechos hacia su Corazón, del que hacían brotar abundantísimas gracias para ellos y para nosotros.

Siguiendo su ejemplo, consagrémonos al servicio del Niño Dios. Meditemos incesantemente:

  1. En sus infinitas perfecciones.
  2. En las virtudes de su divina Infancia.
  3. En el amor que nos ha demostrado durante su vida mortal y que sigue aún demostrándonos en la sagrada Eucaristía. 
¡Oh Jesús, Salvador de mi alma! ¿Habré de seguir siempre tan aficionado a las VANIDADES en lugar de procurar tu agrado en todo? Haz que borre de mi corazón todos los recuerdos que me distraigan de ti, todos los afectos incompatibles con tu amor. Enséñame tú mismo a entretenerme con tu Corazón sagrado, íntimamente, en silencio y soledad, de la manera que lo hacían María y José durante su destierro en Egipto.

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