26 DE FEBRERO. LA VIRTUD DE LA RELIGIÓN.

 Nuestra grandeza, perfección y felicidad, según Santo Tomás de Aquino, dependen de nuestra sujeción a la voluntad de Dios. Cuando el CUERPO está unido y sometido al alma por completo, vive, crece, muere y goza en virtud del espíritu, que es quien le gobierna, como la ATMÓSFERA a la acción de los rayos del sol se ilumina y se caldea.

Así acontece con nuestra alma en sus relaciones con Dios. Sujeta a él por el ejercicio del culto divino, de él recibe las luces, los pensamientos, las convicciones que luego si filtran a través de los sentimientos y de la vida. Dios hace participar a nuestra alma de su divina naturaleza al elevarla HASTA ÉL, por medio de su gracia, le comunica su SANTIDAD por medio de las virtudes y los dones sobrenaturales que derrama sobre ella y le hace participar de su FELICIDAD  al inundarla de paz y de delicias sin cuento. Por eso pudo decir San Agustín: "El culto que rendimos a la divina Majestad aprovecha más a la criatura que al Creador."

No solamente el culto que rendimos a Dios nos engrandece, nos santifica y da la felicidad sobre la tierra, sino que nos proporciona la eterna bienaventuranza, PREMIO de tal magnitud, que ni el entendimiento ni el corazón del hombre alcanzarán a comprender sus excelencias. ¿Qué amigo de príncipes ni de reyes pudo esperar jamás de sus señores parecidas recompensa por sus servicios? -Por eso los SANTOS  se sentían llenos de fervor en sus relaciones con Dios. San Alfonso María de Ligorio envidiaba el destino de los cirios y de la lamparilla del Santísimo, que lucen hasta extinguirse en presencia del augusto Sacramento del altar, y envidiaba también a las flores que adornan los altares con su belleza y mueren dando gloria a Jesús.

SI nuestros sentimientos fueran los de los santos, no estaríamos a veces tan distraídos y hasta insensibles al asistir al santo sacrificio de la Misa o en la acción de gracias después de la sagrada Comunión. Durante la meditación no dejaríamos los actos de fe, los afectos piadosos, y tomaríamos santas y sinceras resoluciones en vez de permanecer secos como tierra árida que no produce fruto; ni tampoco diríamos las oraciones por rutina, con la imaginación distraída, con escasa devoción y piedad.

¡Oh María! ¡Dulce Madre mía! Pon tú misma remedio a estos males de mi alma; cúrame de mi negligencia y tibieza; obtenme el don de una FE VIVA que me haga ver las grandezas infinitas de Dios, dentro de las cuales yo soy como una gotita de agua en medio del océano, o como un átomo impalpable en el espacio sin límites. Dame RECOGIMIENTO necesario para orar con el respeto debido, y hazme amar mucho la ORACIÓN para que con ella pueda honrar en todo lugar y siempre, y en la medida de mis fuerzas, a la divina Majestad de mi Creador.

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