17 DE JULIO. LA HUMILDAD DE MARÍA

 "La humildad, dice Santa Teresa, es andar en verdad." María no se creyó pecadora: estaba segura de no haber ofendido jamás al Creador. Tampoco dejaba de reconocer de cuantas gracias había sido enriquecida; su MAGNIFICAT es prueba de ello: en este hermoso cántico glorifica al Señor por todas las cosas grandes que obró en ella. ¿Cómo es posible, entonces, que tuviera de sí tan humildes sentimientos? Helo aquí: las luces vivísimas con que la alumbraba el Espíritu Santo le hicieron ver, más que decirse puede, las grandezas infinitas de Dios y el abismo inconmensurable de su propia nada. Como la gota de agua se pierde en el océano, y el átomo impalpable en el espacio sin límites, así María desaparecía a sus propios ojos cuando se comparaba a la Majestad y Santidad del todopoderoso Creador del universo. Por esto se olvidaba totalmente de sí y de sus méritos y hacía que redundaran en favor del Altísimo todas las bellas cualidades de que estaba adornada su alma. Convencida de su indignidad y debilidad sin la gracia divina, estaba ante su Señor como MENDIGA  a quien hubieran revestido con trajes magníficos, que le hacían sentir aún más su pobreza personal. Y se humillaba en proporción de los dones, virtudes y rarísimos privilegios que hermoseaban el templo interior de su alma, en que solo Dios habitaba. La Virgen María, según fue revelado a Santa Matilde, estimándose la última de todas las criaturas, se humillaba y se ponía en espíritu por debajo de todas.

¡Cuán diferentes sentimientos de los NUESTROS! ¡Tenemos tan buena opinión de nosotros mismos, de nuestras cualidades, talentos y aparentes virtudes! La menor observación, la más ligera reprensión, nos turba y nos irrita, porque nos creemos irreprochables. Si tenemos tantas pretensiones, es porque nos estimamos y nos creemos algo, aunque la razón y la fe nos digan lo contrario: que somos nada y aun menos que nada, puesto que somos pecadores.

¡Oh Reina de la Humildad! Ayúdame a obtener el conocimiento de Dios y de mí mismo. Despójame de las mentiras de mi orgullo, para revestirme con las luces de la verdad, que me hagan ver el abismo de mi nada, de mi ignorancia, de mi debilidad y de mi indigencia bajo la mirada de la misericordia de tu Hijo divino. Infúndeme valor para aplicarme interiormente al desprecio de mí, a estimar a los demás, a recurrir a ti sin cesar y a someterme en todo al beneplácito de Dios.

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