La intolerancia doctrinal (Cardenal Pie) - 2ª Parte
(Sermón predicado por el Cardenal Pie en la Catedral de Chartres, publicado en “Obras Sacerdotales del Cardenal Pie”, editorial religiosa H. Oudin, 1901, Tomo I pág. 356-377)
“Unus Dominus, una fides, unum baptista” "No hay más que un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo" (San Pablo a los Efesios, IV, 5)
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[Proviene del artículo "La intolerancia doctrinal (Cardenal Pie) - 1ª Parte"]
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Cardenal Pie (1815-1880) |
Roma estuvo atenta a ese espectáculo, y pronto, cuando se advirtió que ese Dios nuevo era el irreconciliable enemigo de los otros dioses; cuando se vio que los cristianos, cuyo culto se había admitido, no querían admitir el culto de la nación; en una palabra, cuando se hubo comprobado el espíritu intolerante de la fe cristiana, fue entonces cuando comenzó la persecución. Escuchen cómo los historiadores de la época justificaban las torturas a los cristianos: ellos no dicen nada malo de su religión, de su Dios, de sus prácticas; no fue sino más tarde que se inventaron las calumnias.
Ellos les reprochan solamente el no poder soportar ninguna otra religión
que la suya. "Yo no dudaba — dice Plinio el Joven — sea lo que fuere su
dogma, que no fuese necesario castigar su testarudez y su obstinación
inflexible: "Pervicaciam et inflexibilem óbstinationem". "No son en
absoluto criminales —dice Tácito— pero son intolerantes, misántropos,
enemigos del género humano. Tienen dentro de ellos una fe obstinada a sus
principios, y una fe exclusiva que condena las creencias de todos los otros
pueblos: Apud ipsos fides obstinata, sed adversus omnes alios hostiles odium".
Los paganos decían bastante frecuentemente de los cristianos lo que Celso ha
dicho de los judíos, quienes fueron confundidos mucho tiempo con ellos porque la
doctrina cristiana había tenido su nacimiento en Judea: "Que estos hombres
adhieran inalterablemente a sus leyes —decía este sofista— yo no se lo
censuro; ¡yo no censuro más que a aquellos que abandonan la religión de sus
padres para abrazar una diferente! Pero si los judíos o los cristianos quieren
darse aires de una sabiduría más sublime que la del resto del mundo, diré que
no debe creerse que ellos sean más agradables a Dios que los otros".
De esta suerte, mis hermanos, la principal queja contra los cristianos
era la rigidez demasiado rigurosa de su ley y, como se decía, el humor
insociable de su teología. Si sólo se hubiera tratado de un dios más, no habría
habido reclamos, pero era un Dios incompatible que excluía a todos los otros:
he ahí el porqué de la persecución.
Así, el establecimiento de la Iglesia fue una obra de intolerancia
dogmática y, de la misma manera, toda la historia de la Iglesia no es más que
la historia de esa intolerancia. ¿Qué son los mártires? Unos intolerantes en
materia de fe, que desean más los suplicios que profesar el error. ¿Qué son los
símbolos? Fórmulas de intolerancia, que reglamentan lo que se debe creer y que
imponen a la razón misterios necesarios. ¿Qué es el Papado? Una institución de
intolerancia doctrinal, que por la unidad jerárquica mantiene la unidad de la
fe. ¿Para qué los concilios? Para detener los desvíos del pensamiento, condenar
las falsas interpretaciones del dogma, anatematizar las proposiciones
contrarias a la fe. Nosotros somos, por consiguiente, intolerantes,
exclusivistas en materia de doctrina: en suma, somos decididos. Si no lo
fuéramos, es que no tendríamos la verdad, puesto que la verdad es una y, en
consecuencia, intolerante.
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Papa Pablo III, que convocó el Concilio de Trento |
Hija del cielo, al descender sobre la tierra la religión cristiana ha presentado
los títulos de su origen, ha ofrecido al examen de la razón hechos
incontestables y que prueban indiscutiblemente su divinidad. Por lo tanto, si
ella viene de Dios; si Jesucristo, su autor, ha podido decir: "Yo soy la
verdad, Ego sum veritas", es indispensable, por forzosa conclusión, que la
Iglesia cristiana conserve íntegramente esta verdad tal como ella la ha
recibido del mismo cielo; es ineludible que ella rechace, que excluya todo lo
que es contrario a esa verdad, todo lo que la destruiría.
Reprochar a la Iglesia católica su intolerancia dogmática, su afirmación
absoluta en materia de doctrina, es hacerle un reproche muy honroso: es
reprochar a la centinela por ser demasiado fiel y demasiado vigilante; es
reprochar a la esposa por ser demasiado delicada y demasiado exclusiva.
Nosotros los toleramos bien, dicen algunas veces las sectas a la Iglesia, ¿por qué, entonces, vosotros no nos toleráis? Mis hermanos, es como si las esclavas dijesen a la esposa legítima: Nosotras os soportamos bien ¿por qué ser más exclusiva que nosotras? Las intrusas soportando a la esposa, ¡es un gran favor, verdaderamente! Y la esposa es muy injusta por pretender para ella sola los derechos y los privilegios, de los cuales desean dejarle una parte, ¡al menos hasta lograr alejarla del todo! ¡Observen, pues, esta intolerancia de los católicos! — se dice a menudo a nuestro alrededor — ¡No pueden soportar ninguna otra iglesia que la suya!; ¡los protestantes los toleran bien!
Mis hermanos: vosotros estáis en la tranquila posesión de vuestra casa y de vuestra finca, y unos hombres armados se abalanzan sobre ellas, apoderándose de vuestra cama, de vuestra mesa, de vuestro dinero; en una palabra, ellos se instalan en vuestra casa, pero no os expulsan: tienen la condescendencia hasta de cederles vuestra parte. ¿De qué tenéis que quejaros? ¡Sois demasiado exigente al no contentaros con la porción conveniente! Los protestantes afirman que uno puede salvarse en nuestra Iglesia. ¿Por qué pretendéis vosotros que uno no pueda salvarse en la suya? Mis hermanos: trasladémonos a una de las plazas de esta ciudad; un viajero me pregunta por la ruta que conduce a la capital, y yo se la indico. Entonces uno de mis conciudadanos se aproxima y me dice: "Yo reconozco que esa ruta conduce a París: se lo concedo. Pero usted me debe consideraciones recíprocas, y no me discutirá que esta otra ruta — la ruta de Burdeos, por ejemplo — conduce igualmente a París". En verdad esta ruta de París será muy intolerante y exclusivista al no querer que una ruta que le es directamente opuesta conduce a la misma meta. Ella no tiene un espíritu conciliador, incluso ¿no incurre en el abuso y el fanatismo? Mis hermanos, yo podría incluso hasta admitirlo, pues las rutas más opuestas terminarán tal vez por reencontrarse, luego de haber dado la vuelta al mundo, en tanto que se seguirá eternamente el camino del error sin llegar jamás al cielo. Entonces, no nos pregunten más porqué, mientras los protestantes reconocen que uno puede salvarse en nuestra religión, nosotros nos rehusamos a reconocer que —generalmente hablando y excepto el caso de buena fe e ignorancia invencible— uno puede salvarse en la suya. Los espinos pueden admitir que la viña produce racimos, sin que la viña esté obligada a reconocer a los espinos la misma propiedad.
Mis hermanos, a menudo estamos desconcertados de lo que escuchamos decir
sobre todas estas cuestiones a personas, por lo demás, sensatas. Les falla
completamente la lógica tratándose de religión. ¿Es la pasión, es el prejuicio
lo que los ciega? Es lo uno y lo otro. En el fondo, las pasiones saben bien lo
que quieren cuando buscan trastornar los fundamentos de la fe, hasta colocar a
la religión entre las cosas sin consistencia. No ignoran que, demoliendo el
dogma, se preparan una moral fácil. Se ha dicho con perfecta exactitud:
"Es más bien el decálogo que el símbolo lo que hace a los
incrédulos". Si todas las religiones pueden ser colocadas en un mismo
nivel, es que todas son válidas; y si todas son verdaderas, es que todas son falsas;
y si todos los dioses se toleran, es que no hay Dios. Y cuando se ha podido
llegar hasta allí, ya no queda más moral molesta. ¡Cuántas conciencias estarían
tranquilas el día que la Iglesia católica diera el beso fraternal a todas las
sectas, sus rivales!
La indiferencia de las religiones es, por consiguiente, un sistema que
tiene sus raíces en las pasiones del corazón humano; pero es necesario decir
también que, para muchos hombres de nuestro tiempo, se debe a los prejuicios de
la educación.
Ciertamente, ora se trate de hombres ya avanzados en edad y que han mamado la leche de la generación precedente, o bien de quienes pertenecen a la nueva generación: los primeros han buscado el espíritu filosófico y religioso en el Emilio de Juan Jacobo; los otros, en la escuela ecléctica o progresista de esos semi-protestantes y semi-racionalistas que retienen hoy día el cetro de la enseñanza. Juan Jacobo Rousseau ha sido entre nosotros el apologista y propagador de este sistema de tolerancia religiosa.
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Juan Jacobo Rousseau |
Esta filosofía se llama ecléctica, sincrética y —con una pequeña
modificación— también progresista. Este hermoso sistema consiste en decir que
no hay nada de falso; que todas las opiniones y todas las religiones pueden ser
conciliadas; que el error no es posible al hombre, salvo que se despoje de su
humanidad; que el único error de los hombres consiste en creer poseer
exclusivamente toda la verdad, cuando cada uno de ellos no tiene más que un
eslabón y que de la reunión de todos esos eslabones debe formarse la cadena
completa de la verdad.
Así, según esta inconcebible teoría, no hay religiones falsas, si bien
son todas incompletas la una sin la otra. La verdadera religión sería la
religión del eclecticismo sincrético y progresivo, que reunirá a todas las
otras, pasadas, presentes y por venir; todas las otras, es decir: la religión
natural que reconoce un Dios; el ateísmo que no conoce ninguno; el panteísmo,
que lo reconoce en todo y por doquier; el espiritualismo, que cree en el alma,
y el materialismo, que no cree más que en la carne, la sangre y los humores;
las sociedades evangélicas, que admiten una revelación, y el deísmo racionalista
que la rechaza; el cristianismo que cree en el Mesías venido, y el judaísmo que
lo espera todavía; el catolicismo que obedece al Papa, y el protestantismo que
ve al Papa como anticristo. Todo esto es conciliable: son diferentes aspectos
de la verdad, y del conjunto de estos cultos resultará un culto más amplio, más
vasto, el gran culto verdaderamente católico —es decir, universal— puesto que
el contendrá a todos los otros en su seno.
Mis hermanos, esta doctrina, que todos habréis calificado de absurda, no
es para nada de mi creación: ella satura millares de volúmenes y de
publicaciones recientes y, sin que el fondo varíe jamás, todos los días toma
nuevas formas bajo la pluma y sobre los labios de los hombres en cuyas manos
descansan los destinos de Francia. Pero ¿a qué punto de locura hemos llegado?
Hemos llegado, mis hermanos, allí donde debe por lógica llegar quienquiera que
no admita ese principio indiscutible que hemos señalado, a saber: que la verdad
es una, y por consiguiente, intolerante, excluyente de toda doctrina que no sea
la suya. Y, para resumir en pocas palabras toda la sustancia de esta primera
parte de mi sermón, les diré: ¿Buscan la verdad sobre la tierra?, busquen a la
Iglesia intolerante. Todos los errores pueden hacerse concesiones mutuas, ellos
son parientes próximos porque tienen un padre común: "Vos ex patre diabolo
estis". La verdad, hija del cielo, es la única que no capitula jamás.
Y ustedes, puesto que quieren examinar esta gran cuestión, aprópiense de
la sabiduría de Salomón. Si en medio de esas sociedades diferentes, entre las
que la verdad es motivo de litigio así como estaba ese niño entre las dos
madres, desean saber a quién adjudicarlo, digan que les den una espada, finjan
cortar, y examinen la cara que ponen los pretendientes: habrá muchos que se
resignarán, que se contentarán con la parte que les va a ser entregada. Digan
entonces: ellas no son las madres. Hay una que, por el contrario, se rehusará a
toda componenda, que dirá: La verdad me pertenece y debo conservarla toda
entera; no soportaré jamás que ella sea disminuida, dividida. Entonces digan:
Ésta es la verdadera madre. Sí, Santa Iglesia católica, tú tienes la verdad
porque tú tienes la unidad, y porque eres intolerante a dejar deshacer esa
unidad.
Éste es, mis hermanos, nuestro primer principio: La religión que
desciende del cielo es verdadera, y en consecuencia es intolerante en cuanto a
las doctrinas. Me queda por añadir: La religión que viene del cielo es caridad,
y en consecuencia, plena de tolerancia en cuanto a las personas.
(Continuará)
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