11 DE ENERO

 DE QUÉ MANERA HEMOS DE ORAR

El Evangelio de San Mateo relata de este modo la curación del criado del Centurión: "Al entrar Jesús en Cafarnaúm le salió al encuentro un CENTURION, y le rogaba diciendo: Señor, NO SOY DIGNO de que tú entres en mi casa; pero mándalo con tu palabra y quedará curado mi criado, pues aun yo, que no soy más que un hombre sujeto a otros, como tengo soldados a mi mando, digo al uno: Marcha, y él marcha, y al otro: Ven, y viene; y a mi criado: Haz esto, y lo hace. Al oír esto Jesús mostró grande admiración y dijo a los que le seguían: En verdad os digo que ni aun en medio de Israel he hallado FE TAN GRANDE. Después dijo Jesús al Centurión: Vete y que te suceda conforme has creído. Y en aquella misma hora quedó sano el criado (Mt. 8, 5-13)."

Este noble ejemplo de fe y de humildad que nos da el Centurión es digno de meditación. El soldado romano se humillaba profundamente ante Jesús y se juzgaba indigno de acercarse al señor; pero el buen Maestro oyó su oración y le concedió la gracia que deseaba sin entrar siquiera en su casa, demostrando de esta mera cuánto le agrada que vayan unidas la HUMILDAD y la CONFIANZA. "La oración del humilde traspasará las nubes, dice el Espíritu Santo, y no reposará hasta acercarse al Altísimo, del cual no se apartará hasta  que incline hacia él los ojos (Ecle. 35, 21)."

Y nuestra oración ¿brota, como debiera, de un corazón totalmente penetrado de su propia MISERIA y lleno de FE en el poder y la misericordia de Dios? ¿No hacemos quizá nuestra oración sin el respeto que debemos a la majestad divina y sin acabarnos de convencer de que somos la misma nada? Si estuviéramos animados de los sentimientos de verdadera humildad y confianza que tenía EL CENTURIÓN, veríamos cómo al igual que con él, obraría el Señor con nosotros y accedería a nuestros requerimientos. -Digamos, pues, convencidos de la verdad de nuestras palabras: "Señor, no soy digno de que me dirijas una sola de tus miradas; soy tan solo ignorancia y pecado; pero tu misericordia es todopoderosa e infinita, y puede hacer de mí, pobre pecador, un santo para amarte y adorarte. Espero, pues, de ti todas las gracias que habrán de santificarme, especialmente la gracia de la HUMILDAD, la de una VIVÍSIMA FE, sobre todo en aquellos momentos en que acuda a ti para hablarte y exponerte los deseos de mi corazón.

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