La intolerancia doctrinal (Cardenal Pie) - 3ª Parte
(Sermón predicado por el Cardenal Pie en la Catedral de Chartres, publicado en “Obras Sacerdotales del Cardenal Pie”, editorial religiosa H. Oudin, 1901, Tomo I pág. 356-377)
“Unus Dominus, una fides, unum baptista” "No hay más que un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo" (San Pablo a los Efesios, IV, 5)
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Cardenal Pie |
¡Ah!, es también por este signo, es sobre todo por este signo, que la
religión descendida del cielo debe hacerse reconocer: por las indulgencias de
la caridad, por las inspiraciones de su amor.
Por lo tanto, mis hermanos, piensen en la Iglesia de Jesucristo y vean
con que miramiento infinito, con que respetuosa consideración procede con sus
hijos, sea en la forma con la que presenta sus enseñanzas a su inteligencia,
sea en la solicitud con que obra en su conducta y sus acciones.
Pronto reconocerán que la Iglesia es una madre, que
invariablemente enseña la verdad y la virtud, que no puede aprobar jamás el
error ni el mal, pero que se esmera en hacer su enseñanza amable y trata con
indulgencia los yerros de la debilidad.
Acepten que les trasmita, mis hermanos, una impresión que seguramente no
me es propia y personal, y que han experimentado como yo todos aquellos de mis
hermanos que han tenido la oportunidad de reflexionar serenamente sobre el
incomparable estudio de la ciencia sagrada.
Desde los primeros pasos que me ha sido dado hacer en el terreno de la
santa teología, lo que me ha causado mayor admiración, lo que ha hablado más
elocuentemente a mi alma, lo que me habría inspirado la fe si yo no hubiese
tenido la felicidad de poseerla ya, es, por una parte, la tranquila majestad
con la que la Iglesia católica afirma lo que es seguro, y por la otra la
moderación y discreción con la que ella deja a las libres opiniones todo lo que
no está definido. No, no es así como los hombres enseñan las doctrinas de las
cuales son los inventores, no es así como ellos expresan los pensamientos que
son los frutos de su ingenio.
Cuando un hombre ha creado un sistema, lo sostiene con una tenacidad
absoluta, no cede sobre ningún punto. Cuando se ha prendado de una doctrina
nacida de su cerebro, busca hacerla prevalecer autoritariamente: no le objeten
ni una sola de sus ideas; la que se permitan discutirle es precisamente la más
segura y la más necesaria. Casi todos los libros salidos de la mano de los
hombres son muestras de esa exageración y de esa tiranía. ¿Trátase de
literatura, de historia, de filosofía, de ciencia? Cada uno se erige en
oráculo, no quiere ser contradicho en nada; es un alegato perpetuo, una crítica
severa, mezquina, arrogante, categórica.
La ciencia sagrada, al contrario, la santa teología católica, ofrece una
característica totalmente diferente. Como la Iglesia no ha inventado la verdad,
de la que es solamente depositaria, no se encuentra nada de pasión ni de exceso
en su enseñanza.
Plugo al Hijo de Dios descendido sobre la tierra, en quien residía la
plenitud de la verdad, develar claramente ciertos aspectos de la verdad y dejar
solamente entrever los otros. La Iglesia no lleva más lejos su ministerio y,
satisfecha de haber enseñado, mantenido, reivindicado los principios
indiscutibles y necesarios, deja a sus hijos discutir, conjeturar, razonar
libremente sobre los puntos inciertos.
La enseñanza católica ha sido de tal manera calumniada, mis hermanos,
los hombres están tan acostumbrados a juzgarla con sus prejuicios, que es
posible que difícilmente crean lo que voy a decirles: no hay una sola ciencia
en el mundo que sea menos despótica que la ciencia sagrada.
El depósito de la enseñanza ha sido confiado a la Iglesia. Ahora bien
¿saben ustedes lo que la Iglesia enseña? Un símbolo en doce artículos que no
componen doce líneas, símbolo compuesto por los Apóstoles y que los dos
primeros concilios generales han explicado y desarrollado con la adición de algunas
palabras que llegaron a ser necesarias.
Nosotros los católicos proclamamos que la interpretación auténtica de
las Sagradas Escrituras pertenece a la Iglesia. Ahora bien, ¿saben ustedes, mis
hermanos, con referencia a cuántos versículos de la Biblia la Iglesia ha usado
de ese derecho supremo? La Biblia encierra alrededor de treinta mil versículos
y la Iglesia tal vez no ha llegado a definir el sentido de ochenta de esos
versículos; el resto lo ha dejado a los comentadores y, puedo decirlo, al libre
examen del lector cristiano de manera que, según la palabra de San Jerónimo,
las Escrituras son un vasto campo en el cual la inteligencia puede recrearse y
deleitarse y donde sólo encontrará, aquí y allá, algunas barreras alrededor de
los precipicios, y también algunos sitios fortificados, donde ella podrá
parapetarse y hallar un auxilio asegurado.
Los concilios son el principal portavoz de la enseñanza cristiana, por
lo que deseando el Concilio de Trento resumir en una sola y misma declaración
toda la doctrina obligatoria, no le hicieron falta ni dos páginas para encerrar
la más completa profesión de fe. Y si se estudia la historia de ese Concilio se
observa con admiración que era igualmente celoso tanto por mantener los dogmas
como por respetar las opiniones, y así es corno una tal expresión que la
asamblea de los Padres rechazó es la que no les ha dejado reposo hasta no
haberla sustituido por otra, ya que su significación gramatical parecía exceder
la medida de la verdad segura y sustraer alguna cuestión a las libres
controversias de los doctores.
Por último, el incomparable Bossuet, habiendo opuesto a las calumnias de
los protestantes su célebre “Exposición de la fe católica”, encontró que esta
misma Iglesia, a la que se acusaba de tiranizar las inteligencias, podía
compendiar sus verdades definidas y necesarias dentro de un cuerpo de doctrina
mucho menos voluminoso como resultaría el de las confesiones, sínodos y
declaraciones de las sectas que habían rechazado el principio de autoridad y
profesaban el libre examen.
Ahora bien, lo repito, mis hermanos: en ese fenómeno extraordinario, que
no se encuentra más que en la Iglesia católica, esa tranquila majestad en la
afirmación, esa moderación y esa discreción en todas las cuestiones no
definidas, allí está, a mi parecer, el signo adorable por el cual debo
reconocer la verdad venida del cielo. Cuando contemplo sobre la frente de la
Iglesia esa serena convicción y esa benigna indulgencia, me arrojo entre sus
brazos y le digo: Tú eres mi madre. Es así como una madre enseña, sin pasión,
sin exageración, con una autoridad calma y una sabia mesura. Y ese carácter de
la enseñanza de la Iglesia lo encontrarán entre sus doctores más eminentes,
cuyos escritos ella adopta y autoriza poco más o menos que sin restricciones.
Agustín emprende su inmortal obra “La ciudad de Dios”, que será
hasta el final de los tiempos uno de los más valiosos monumentos de la Iglesia,
en la que va a reivindicar las santas verdades de la fe cristiana contra las
calumnias lanzadas por el paganismo. El sentía dentro de sí hervir los ardores
del celo, pero si había leído en las Escrituras que Dios es la verdad, había
leído también que Dios es caridad: Deus
charitas est. Comprende entonces que el exceso de la verdad puede
convertirse en déficit de la caridad; se pone de rodillas y dirige al cielo
esta admirable plegaria: “Envíame, Señor,
envía a mi corazón la dulcificación, la moderación de vuestro espíritu, a fin
de que llevado por el amor a la verdad no pierda yo la verdad del amor: Mitte,
Domine, mitigationes in cor meum, ut charitate veritatis non amittam veritatem
charitatis”.
Y, en el otro extremo de la cadena de santos doctores, oíd estas bellas
palabras del bienaventurado obispo de Ginebra: “La verdad que no es caritativa deja de ser la verdad, pues en Dios, que
es la fuente suprema de la verdad, la caridad es inseparable de la verdad”.
Entonces, leed a San Agustín, leed a San Francisco de Sales: encontrarán
en sus escritos la verdad en toda su pureza y, por eso mismo, totalmente
impregnada de caridad y de amor. ¡Oh, sacerdote de Cartago, ilustre apologista
de los primeros tiempos! Yo admiro el nervio de vuestro lenguaje enérgico, la
pujanza irresistible de vuestro sarcasmo, pero ¿cómo decirlo?: bajo la corteza
de tus escritos más ortodoxos yo busco el fervor de la caridad, mas tus sílabas
incisivas no tienen el acento humilde y dulce del amor. Yo temo que defiendas
la verdad como se defiende un sistema por el sistema mismo, y que un día tu
orgullo herido abandone la causa que tu celo amargo había sostenido. ¡Ah, mis
hermanos! ¿Por qué Tertuliano, antes de consagrar su inmenso talento al servicio
del Evangelio, no ha rogado al Señor, como Agustín, que enviará a su corazón
los apaciguamientos, las moderaciones de su espíritu? El amor lo habría
mantenido en la doctrina, pero porque no se mantuvo en la caridad el perdió la
verdad. Y tú, ¡oh celebre apologista de estos últimos días!, tú, cuyos primeros
escritos fueron saludados por los aplausos unánimes de todos los cristianos, yo
te lo diré, ¡oh gran escritor!: esa lógica aparente con cuyos nudos deseas
asfixiar a tu adversario, esos razonamientos ansiosos, frondosos, triunfantes
con los que lo aplastabas, todo eso me sugiere algo: tu celo se parece al odio,
tratas a tu adversario como enemigo, tu palabra impetuosa no tiene el fervor de
la caridad ni el acento del amor. ¡Oh, nuestro infortunado hermano en el
sacerdocio! ¿Por qué era necesario que antes de consagrar tu gran talento a la
defensa de la religión hubieras hecho al pie de tu crucifijo la plegaria de
Agustín: “Mitte, Domine, mitigationes in
cor meum ut charitate veritatis non amittam veritatem charítatis”? Más amor
en tu corazón, y tu inteligencia no hubiera hecho una tan deplorable defección:
la caridad te hubiera mantenido en la verdad.
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San Francisco de Sales |
Más amor en tu corazón, y tu inteligencia no hubiera hecho una tan
deplorable defección: la caridad te hubiera mantenido en la verdad.
(Continuará…)
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