Cardenal Pie, lúcido y valiente obispo de Poitiers

Louis Edouard Pie (1815-1880), hijo de un zapatero, nace en un pueblecito de la diócesis de Chartres, estudia en un colegio y en el Seminario Menor de esa ciudad, en 1835 ingresa en el Seminario de San Sulpicio, cerca de París, es ordenado sacerdote en 1839 y Obispo de Poitiers en 1849, donde ejerce su ministerio pastoral durante treinta años, hasta su muerte, siempre bajo el lema mariano Tuus sum ego, que hace suyo ya al recibir el subdiaconado. A mediados del XIX, cuando parte del episcopado francés era galicano y otra parte ultramontano, según se inclinase a una cierta autonomía de Roma o profesara una fidelidad total a la Sede romana, el Obispo de Poitiers se adhiere siempre en doctrina y disciplina a Roma, como todos los obispos de la zona eclesiástica de Burdeos, a la que pertenece Poitiers. Muerto el Beato Pío IX (1878), con quien mantenía una relación personal y cordial muy estrecha, su sucesor, León XIII, en uno de sus primeros actos, creó Cardenal al Obispo de Poitiers (1879).

Mons. Pie, desde su ordenación episcopal, se mostró sumamente devoto de San Hilario de Poitiers (310-367) –el gran defensor, con San Atanasio, de la divinidad de Cristo frente a los arrianos–, procurando en todo seguir su ejemplo y citando sus escritos con gran frecuencia. Cuidó siempre especialmente de los sacerdotes y de los religiosos. A semejanza de San Carlos Borromeo en referencia a San Ambrosio de Milán, fundó Pie los Oblatos de San Hilario, para sacerdotes diocesanos con vida comunitaria. Celebró veinte Sínodos diocesanos, procurando siempre en ellos la buena formación doctrinal de su clero, su fervor espiritual y pastoral, y si fidelidad disciplinar.

Las tinieblas mundanas del siglo XIX fueron especialmente oscuras en Francia, durante la vida de Mons. Pie. A partir del luteranismo, que rechaza a la Iglesia y a la Escritura, en cuanto Palabra divina, reduciéndola por el libre examen a palabra de hombre, y que rompe en trozos contrapuestos la unidad de la Cristiandad, se llega derechamente al Siglo de las luces, a la Ilustración, en gran parte difundida por los enciclopedistas franceses y la masonería, y al estallido de la Revolución Francesa (1789-1792), cuyo espíritu naturalista marca ya el Occidente de modo definitivo, y se va imponiendo más y más a lo largo del XIX en la cultura, la educación, las instituciones y las estructuras políticas a través del liberalismo.

La vida de Mons. Pie transcurre en una Francia, posterior a la Revolución Francesa, que avanza dando tumbos continuamente, con cambios bruscos de régimen, pero ya sellada para siempre por el espíritu del 1789, tanto en la restauración de los Borbones (1814), como en la monarquía republicana de Luis Felipe (1830), en la II República (1848), en el II Imperio, con Napoleón III (1848) y en la III República (1870), con Gambetta, Thiers, etc., que da inicio a una serie increíble de gobiernos inestables, unos 50 hasta 1914. Francia, a lo largo del siglo XIX, permanece y crece en el espíritu de la Revolución, afirma los derechos del hombre negando los derechos de Dios y de su Iglesia, retira los crucifijos de los tribunales, hace estatal y laicista la enseñanza, oprime o suprime las órdenes religiosas, controla el nombramiento de los Obispos, etc.

En medio de este mundo oscuro y perverso, la luz del Obispo de Poitiers fue una antorcha encendida, que llevaba siempre en alto la Palabra de la vida (cf. Flp 2,15-16). Mons. Pie mostró en el siglo XIX una admirable lucidez y valentía para «combatir los buenos combates de la fe» (1Tim 6,12). Su gran Instrucción sinodal de 1854 sobre los principales errores de nuestro tiempo es el antecedente inmediato de los documentos del Papa Pío IX, la encíclica Quanta cura (1864) y el Syllabus o colección de los errores modernos (1864), textos muy notables que el gobierno de Francia (la campeona de «la libertad de prensa») prohibió publicar.

En estos grandes textos, lo mismo el Obispo de Poitiers que el Papa intentan mostrar con claridad a los cristianos tanto los errores entonces más vigentes como las verdades católicas que han de vencerlos con la luz de Cristo. Mons. Pie combatió, concretamente, con gran fuerza aquellas modalidades de naturalismo y del liberalismo, que afectaban a buena parte de sus hermanos obispos franceses, designados para tal cargo por el Gobierno.

El Cardenal Pie, comentando el texto (1Jn 2,18), denuncia el anticristianismo filosófico, moral, social, político, el anticristianismo más radical que niega a Dios Padre, «sustituyendo la realidad de Dios por abstracciones y sueños que fluctúan entre el ateísmo y el panteísmo»; que niega a Jesucristo, el Hijo enviado por Dios, y al Espíritu Santo.

«Es también anticristo el que niega el milagro; anticristo es el que niega la revelación divina en las Escrituras; anticristo el que niega la institución divina de la Iglesia…; anticristo el que niega la superioridad de los tiempos y de los países cristianos sobre los países infieles, o que dice que el cetro de Cristo, suave y bienhechor para las almas, y aun quizá para las familias, es malo e inaceptable para las ciudades y los imperios» (Oeuvres II,194).

El Obispo de Poitiers, aludiendo a una afirmación muy significativa escrita por un político anticristiano, escribe: «Encarnando en la voluntad de la multitud el derecho supremo de dominar, hemos oído hace poco a la Revolución, en las columnas de uno de sus órganos más autorizados, que el entendimiento entre la Iglesia y la sociedad moderna seguirá siendo imposible mientras no hayamos quitado de nuestros programas la máxima de los Apóstoles, “que es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres”, dado que el artículo fundamental y en adelante indiscutible de nuestras Constituciones es que la ley brotada de las voluntades del pueblo no conoce nada por encima de ella, y que ella se impone, cualquiera que sea [aunque se trate, p. ej., del “matrimonio homosexual” o de la eutanasia, añado yo] a todas las conciencias» (II,682). Mons. Pie declaraba en una ocasión: «sé evidentemente que el Anticristo ha de venir un día, y ha de prevalecer. Pero Dios me guarde de haber figurado entre sus agentes y precursores» (I,681).

En cuanto a su lucha contra el liberalismo y sus efectos dañinos, merecen ser recordadas las últimas palabras de Mons. Pie pronunciadas como testamento en su cátedra episcopal:

«Vosotros todos, mis hermanos, si estáis forzados a ver el triunfo del mal, no lo aclaméis jamás. No digáis nunca al mal “eres el bien”; a la decadencia, “eres el progreso”; a la noche, “eres la luz”; a la muerte, “eres la vida”. Santificaos en el tiempo en que Dios os ha colocado. Gemid por los males y desórdenes que Dios tolera. Oponedle la energía de vuestras buenas obras y de vuestros esfuerzos. Mantened toda vuestra vida pura de errores, libre de impulsos malos. De tal manera que después de haber vivido aquí unidos al Espíritu del Señor, seáis admitidos a no ser sino uno con Él por los siglos de los siglos» (II,732). Amén.

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