Nacido en España, de la noble familia de los Guzmanes, Santo Domingo, desde su infancia, empezó a llevar vida de PENITENCIA, que le duró hasta la muerte. Ayunaba, velaba, dormía sobre una tabla, tomaba disciplinas y se flagelaba tres veces durante la noche. Llevaba constantemente a la cintura una cadena de hierro, y sobre la espalda ásperos cilicios, que le causaban incesante dolor. Nunca, ni en sus viajes, ni en sus predicaciones, ni siquiera en edad avanzada, varió de manera de vivir, y sin embargo, siempre se le vio risueño y amable; tan verdad es, que canto más sacrificios se hacen por Dios, más delicias interiores se reciben. Las delicias de Santo Domingo dimanaban de su CONSTANTE ORACIÓN, porque en la oración encontraba él su paraíso en la tierra. Cuando iba de correrías apostólicas dejaba que sus compañeros de viaje le tomaran la delantera en el camino, para quedarse solo y poder conversar a sus anchas con ese Dios que todos llevamos en el alma. Cuando volvía de sus viajes, ca