Viernes de Pascua

Esta potestad admirable, que el Salvador recibió de su eterno Padre, quiso comunicarla a su Iglesia, a quien encargó que fuera y ENSEÑARA a todas las naciones y predicara su doctrina hasta los últimos confines de la tierra. Desde entonces la Iglesia tiene el derecho y el deber de implantarse en todas partes, de dar leyes a príncipes y pueblos y de enseñarles a conocer, amar y a hacerles temer la cólera divina y los castigos eternos si se niegan a obedecerle; y a prometerles sus divinas misericordias y bienaventuranza sin fin si se someten al yugo del Redentor.

Con cuánta solicitud la Iglesia, Esposa inmaculada de Jesús, defiende el honor de su celestial Esposo al alejar de su doctrina todo error y evitar que se altere su moral pura y santa. Está revestida por Dios de una fuerza invencible, pues fue colocada sobre la tierra como muralla de acero inexpugnable, que jamás cede ante los embates de los enemigos del Señor. Hemos visto, en efecto, a los MÁRTIRES, hijos de la Iglesia triunfar a millares de sus crueles tiranos y sufrir heroicamente los suplicios antes que dejar a su divino Redentor. Y hemos visto también a los SANTOS igualar y a veces hasta sobrepasar a su Maestro en el esplendor de los milagros, siendo ésta una prueba incontrastable de que el poder del Señor permanece invariable en la Iglesia. Porque siempre, en todas las épocas, ha querido hacer brillar en ella el espíritu de santidad, de profecía y de los demás dones sobrenaturales, para darnos pruebas de que es fiel a su promesa de permanecer entre nosotros hasta la consumación de los siglos.

¡Qué pensamiento tan consolador es éste! Nuestra Madre la Iglesia es en nuestros días la misma que en aquéllos en que por el Señor fue establecida; tiene los mismos poderes para enseñar y bautizar; para atar y desatar; para administrar los sacramentos, purificar las conciencias, arrebatar las almas al infiernos y conducirlas al cielo. -¡Oh Iglesia santa de Dios!, mi corazón te amará hasta que cese de latir, siempre habré de obedecerte y en ti pondré mis esperanzas. Cuanto apruebes yo habré de aprobarlo; y me opondré a cuanto tú te opongas; y recelaré de todo lo que tú receles. No quiero otras ideas ni sentimientos que los tuyos, porque estoy convencido de que para se hijo de Dios y heredero de su gloria habré de ser primero tu hijo dócil y sumiso. ¡Oh María, Auxilio de los Cristianos!, lléname de respeto y de amor hacia la Santa Iglesia Católica; hazme creer con viva fe su DOCTRINA, -observar fielmente sus PRECEPTOS- y aprovechar amorosamente de su augusto SACRIFICIO y de sus SACRAMENTOS.

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