La intolerancia doctrinal (Cardenal Pie) - y 4ª Parte



(Sermón predicado por el Cardenal Pie en la Catedral de Chartres, publicado en “Obras Sacerdotales del Cardenal Pie”, editorial religiosa H. Oudin, 1901, Tomo I pág. 356-377)

“Unus Dominus, una fides, unum baptista” "No hay más que un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo" (San Pablo a los Efesios, IV, 5)

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Y si la Iglesia católica, mis hermanos, presenta a nuestros espíritus la enseñanza de la verdad con tantos miramientos y dulzura, ¡ah! es aún con mayor condescendencia y bondad que ella aplica sus principios a nuestra conducta y nuestras acciones. Incapaz de soportar jamás las malas doctrinas, la Iglesia es tolerante sin medida hacia las personas; jamás confunde el error con quien lo enseña, ni al pecado con quien lo comete. Ella condena el error, pero sigue amando al hombre; al pecado lo denigra, pero al pecador lo persigue con su ternura, ambicionando volverlo mejor, reconciliarlo con Dios, hacer entrar en su corazón la paz y la virtud. Ella no hace acepción de personas: no hay para ella ni judío, ni griego ni bárbaro; ella no se ocupa de las opiniones de ustedes, no les pregunta si viven en una monarquía o en una república.

Ustedes tienen un alma que salvar: es todo lo que ella necesita. Llámenla, ella está con ustedes, llega con las manos llenas de gracias y de perdón. Ustedes han cometido más pecados que pelos tienen en la cabeza: eso no la horroriza, borra todo en la sangre de Jesucristo. ¿Algunas de sus leyes son para ustedes demasiado pesadas?, ella accede a acomodarlas a vuestra debilidad, su rigor cede ante vuestra enfermedad, y el oráculo de la teología, Santo Tomás, propone como norma que si ninguno puede eximir de la ley divina, por el contrario la condescendencia no debe ser demasiado difícil en las leyes de la Iglesia en razón de la suavidad que constituye el carácter de su gobierno: Propter suave regimen Ecclesiæ.

Además, mis hermanos, en tanto que la ley civil es rígida e inflexible, la ley de la Iglesia es especialmente dúctil y benigna. ¿Qué otra autoridad sobre la tierra gobierna, administra como la Iglesia? Suave regimen Ecclesiæ. ¡Ah! ¡Que el mundo, que nos predica la tolerancia, sea entonces tan tolerante como nosotros! Nosotros no rechazamos más que los principios, y el mundo rechaza las personas. ¡Cuántas veces absolvemos, y el mundo continúa condenando! ¡Cuántas veces, en nombre de Dios, hemos echado un manto de olvido sobre el pasado, y el mundo lo recuerda siempre! ¿Qué digo? Las mismas bocas que nos reprochan la intolerancia nos censuran nuestra bondad demasiado crédula y en exceso simple, y nuestra inagotable paciencia hacia las personas es casi tan combatida como nuestra inflexibilidad frente a las doctrinas.

Mis hermanos: no nos pidan más, entonces, la tolerancia con respecto a la doctrina. Alienten, por el contrario, nuestra solicitud por mantener la unidad del dogma, que es el único vínculo de la paz sobre la tierra.

El orador romano lo ha dicho: "La unión de los espíritus es la primera condición de la unión de los corazones". Y este gran hombre hace entrar en la misma definición de la amistad la unanimidad de pensamiento, por analogía entre las cosas divinas y humanas: "Eadem de rebus divinis et humanis cure summa charitate juncta concordia". Nuestra sociedad, mis hermanos, es víctima de mil divisiones: de ello nos lamentamos todos los días. ¿De dónde proviene ese debilitamiento de los afectos, ese enfriamiento de los corazones?

¡Ah, mis hermanos! ¿Cómo podrán estar próximos los corazones allí donde los espíritus están tan alejados? Porque cada uno de nosotros se aísla en su propio pensamiento, cada uno de nosotros se encierra también en el amor de sí mismo. ¿Queremos poner fin a esas innumerables disidencias, que amenazan destruir pronto todo espíritu de familia, de ciudadanía y de patria? ¿Queremos no ser más extraños los unos para los otros, adversarios y casi enemigos? Volvamos a un símbolo, y encontraremos pronto la concordia y el amor. Todo símbolo relativo a las cosas de aquí abajo está bien lejos de nosotros: miles de opiniones nos dividen y no hay más verdad humana desde hace mucho tiempo, y no se si se reconstituirá jamás entre nosotros. Felizmente el símbolo religioso, el dogma divino se ha mantenido siempre en su pureza en manos de la Iglesia, y de ese modo un germen precioso de salud nos ha sido conservado.

El día en que todos los franceses digan: "Yo creo en Dios, en Jesucristo y en la Iglesia", todos los corazones no tardarán en acercarse, y encontraremos la única paz verdaderamente sólida y duradera, la que el Apóstol llama la paz en la verdad.

Así sea.

Cardenal Pie


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