¿Por qué el dolor y el sufrimiento? (y 4ª parte)

[Continuación del artículo: ¿Por qué el dolor y el sufrimiento? (3ª parte)]


DOLOR Y POBREZA INTERIOR

Hay ciertas almas que se quejan, y en su interior dicen: "Ser incapaces de cualquier esfuerzo físico, incapaces incluso de un pensamiento definitivo... y luego, hasta el límite extremo de esta nada interna, perder la fuerza de elevar a Dios una oración... Es considerada una cosa inútil... ser una víctima sin nunca sentir la oscura alegría del sacrificio, morir, no en la exaltación resultado de una ofrenda libertadora; sino en la agonía insípida de las lentas horas ociosas. Vagar sin fin por los caminos, por los ingratos caminos de la impotencia, llegar a ser un alma rica de su única miseria, llena de su único vacío... Para caer inexorablemente por debajo del entusiasmo y la alegría, por debajo del dolor, incluso por debajo de los tormentos fructíferos del remordimiento, en un olvido que esteriliza todo lo que es vida, calor, plenitud. Y allí... pronunciar, frente al silencio mortal de Dios, una sola palabra: Fiat”. 

El problema de la pobreza, insoluble a nivel humano, se resuelve maravillosamente en la caridad. El cautivo de sí mismo es capaz de lo peor y lo mejor: si consiente en amar sin vivir su amor, él le devuelve el Amor más profundo, el testigo más virginal que puede ascender desde abajo. Del egoísmo, conserva el sufrimiento y martirio, pero rechaza el pecado. Él hace el amor con su impotencia para amar. ¿Tal vez sea esta la forma de martirio que será demandada de los futuros cristianos? El amor divino tuvo primero que luchar contra la persecución externa. Luego tuvo que vencer las pasiones de los sentidos, "el orgullo de la vida". Hoy, el drama es mas bien desde el interior del alma; es mas bien contra su vacío emocional, su soledad muerta que muchas almas deben luchar y superar para ir en busca de Dios. ¡Trágico castigo de una época que ha confundido el amor con las resonancias subjetivas del amor, y del cual Dios rompe el ídolo! Pero también, una prueba llena de promesas, que le permite al hombre una rendición sin mezcla al amor desnudo y la fe desnuda. Cuanto más se eleva el Fiat de la criatura desde las profundidades de su vacio, de su debilidad, de lo irreparable, más penetra en el corazón de Dios. Es el milagro de amor más sorprendente de alabanza y fidelidad de los más pobres, gratitud que emerge de las migajas de la creación...

A las almas que sufren por no amar –y de no sufrir por amor– les gustaría decir cuán preciosa es su miseria interior y como Dios tiene sed de una oración que salga del fondo de esta miseria, de este sufrimiento. No se trata de consentir al egoísmo (esto sería el quietismo), se trata de ofrecer, con las manos del amor, la miseria  emocional  del egoísmo. ¿De qué sirve tratar de dar color a nuestros pobres dolores? Nada es demasiado pobre, nada es vano frente a Dios. Hay seres que, debido a que ignoran el valor del sufrimiento amoroso, se consideran excluidos de los abismos de la vida divina. Pero lo que ellos ignoran es que, vivir de amor es algo más que  vivir el amor.

La vida divina es un abismo tal, que ningún sentimiento humano ha podido tocar el fondo: “no está en lo que uno  siente de Dios, sino en lo que uno le da a Dios”. Y para el que no encuentra en su alma algo puro y vivo que ofrecer, queda poder ofrecerse a sí mismo. Oferta desnuda, que alcanza hasta la sustancia del ser. Los pobres son amados de Dios porque, vacíos de todo, le ofrecen su ser. No es no dar nada, el hecho de dar su nada. Bienaventurados los pobres de espíritu, dijo Jesús. Es decir, los pobres en su interior. Y no hay pobreza más íntima que la de la esterilidad emocional.

Nada hay nada más impuro que una pobreza no aceptada (porque solo recurre a la mezquindad y el fraude). Pero la pobreza que aceptada, la pobreza cuyo ojo permanece simple, toca las cimas más puras del amor. En estos tiempos que el subjetivismo ha devastado, Dios necesita muchas almas que crean en el amor contra sí mismos, para compensar la traición de aquellos que solo se han buscado a sí mismos en el amor. 

El reino de los cielos es de ellos, dijo Cristo hablando de los pobres: de hecho, es a los corazones vacíos y solitarios, a aquellos donde la caridad tiene las menores raíces en la afectividad natural que Dios se da a sí mismo más puramente: su gracia no tiene que romper en ellos la muralla de esta vana riqueza terrestre que la avaricia humana confunde siempre más o menos con el Cielo.


Dolor y tragedia


Una situación trágica es una situación sin esperanza. Pero la tragedia nunca reside en los eventos, reside en nuestra actitud frente a los eventos: en el ego. "La tragedia es el nimbo del ídolo", se dijo con razón. Una prueba –por insignificante que pueda ser en su esencia y sus consecuencias–  se vuelve trágica cuando la acogemos como un mal absoluto. Concebir algo trágicamente no es privarse de posibles salidas, es unirse  totalmente al final que hemos elegido, y ese destino se ha bloqueado. 

La tragedia surge del rechazo a perderse. Dondequiera que haya ídolos, dondequiera que el hombre no sepa cómo aceptar los inevitables fracasos de su propio sentido deificado, hay espacio para lo trágico. En todas partes, excepto en un ambiente cristiano... La noción de cristiano trágico es contradictoria. El alma que se da a Dios puede verse encerrada en el plano terrenal y como en terribles callejones sin salida, pero siempre hay una salida para ella desde arriba, una salida desde el cielo: la vida cristiana no implica callejones sin salida.  Incluso en el "yo" más cautivo de sus límites miserables y con la mayor probabilidad de dramatizar su sufrimiento, un simple Fiat de adoración y abandono, es suficiente para disipar la tragedia: ofrecerle a Dios esta asfixia, es ya estar respirando aire libre. Quien consienta en su pobreza, es rico de la más pura riqueza.

La sensación trágica de dolor hace que el dolor sea impuro, excesivo, insoportable (en el sentido más directo de la palabra) - pesado de todo lo absoluto que el ídolo usurpa. La tragedia está hecha de sufrimientos que ya no respiran. - El dolor experimentado en Dios, es simple, saludable, sincero, ya no resulta estéril, sino que se mueve hacia la eternidad, ya no pegado al alma, sino separado, y se aligera milagrosamente (así como también se profundiza) por el aliento puro del amor que lo lleva como una nube. - Dolor abierto, sereno, aún en las peores agonías: carga ligera de Jesucristo, carga con alas según san Agustín ...


El infierno y la cruz

La tragedia al estado puro y absoluto existe solo en el infierno. Solo allí, el mal está perfectamente cerrado sobre sí mismo, sin salida posible. Ni una posible gota de oración o abandono en este lugar eterno de desesperación. Aun que lo trágico del infierno, es que ya da comienzo en la tierra.

Frente al infierno, está la cruz, - la cruz cuya mera presencia refuta la tragedia, y donde el dolor, ahuecado y abrumado por el amor, espera contra la esperanza.

Más que nunca tal vez, el hombre tiene horror al sufrimiento. La imagen de una vida sin dolores está en el centro de sus esperanzas. Espejismo cobarde y vano. No hay alegría real más allá del  dolor. No tenemos elección entre la alegría y el sufrimiento, solo tenemos la opción entre el dolor abierto de la cruz y el dolor cerrado del infierno.

Cuanto más egoístamente  piensa el hombre a su felicidad, más busca el paraíso en medio de sus torpezas y del pecado, más sufre y un dolor impuro y estéril, que se asemeja –tanto como los límites de la vida temporal y carnal lo permiten– al sufrimiento del infierno.

No se escapa del infierno sino por la cruz. Sin duda, en el orden de la experiencia íntima, existe entre el infierno y la cruz similitudes misteriosas. Más los hombres se hunden en el desorden y rebelión, más los seguirán los santos, a  través del sufrimiento. Hay que tener en cuenta que una cosa es vivir desesperado, y otra es consentir a la desesperación. Con el pensamiento del infierno en ellos, los labios cristianos todavía rezan. El santo no se detiene en su dolor, su tesoro está en otra parte... Al dolor que, hambriento de ser adorado, lo rompe y lo ahoga, y le grita como la esposa de Job: "Maldice a Dios y muere! Él responde: "No tengo otro Dios que Dios".

El ideal cristiano del sufrimiento domina las dos aberraciones opuestas del subjetivismo: la huida pusilánime y el culto idolátrico al dolor. El cristiano acepta, desea la prueba. Sabe que aquí el gran amor se prueba y se purifica solo en el dolor. Pero él no sufre por sufrir. Ama la cruz como el instrumento de un don más virgen y más central. Y su dolor, eclipsado por la ofrenda, no es, no puede ser absoluto. La cruz desposa el dolor y el sufrimiento con el cielo. El sufrimiento está bañado en la alegría de amar.

Cualquiera que sea el espesor de las nubes que oprimen su cielo interior, el alma fiel conserva en ella, en virtud de su desapego, una brecha constantemente abierta al sol. Y los rayos del amor, combinados con el agua de las lágrimas, construyen en el horizonte un arco iris milagroso, el faro de la tierra prometida, una síntesis de dolor y paz eterna.

Es contra la falsa alegría –la alegría muerta y sin amor– que se dijo: "Bienaventurados los que lloran". Y es contra el falso sufrimiento –el sufrimiento egoísta y muerto– que se ha dicho: "No entregues tu alma a la tristeza, porque no hay nada bueno en ella". La cruz, expresión suprema del amor, lleva al hombre al dolor verdadero. Y por esa misma razón, ella es para el hombre, la puerta y el amanecer de la verdadera alegría.

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