Sacerdote, médico de almas



He aquí unas palabras sobre la importancia del papel que desempeñan los sacerdotes en la salvación de las almas.

El sacerdote desempeña el papel de médico de almas. Nuestro Señor nos ha precedido, ¡y con qué perfección! ¿Podría extrañarnos? No, claro, es lógico.
¿Cuál es la virtud que empleaba para curar a las almas y a los cuerpos? La misericordia. ¿Qué es la misericordia? Es la perfección de la caridad, pues la caridad es por esencia un don desinteresado; de modo que para practicar la misericordia hay que ser desinteresado, pues en el pecador y en el enfermo hay un principio de muerte, y la muerte repugna y es repulsiva. El corazón misericordioso percibe a través de estas repugnancias una posibilidad de vida y, controlando sus repugnancias y olvidándose de sí misma, reaviva al enfermo y al pecador.
Nuestro Señor ha sido la misericordia por excelencia. Toda su vida fue una obra de misericordia. “Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida con Cristo” (Ef 2, 4-5).
Al mismo tiempo que nos quedamos confundidos ante la misericordia que supone toda la Redención y ante las humillaciones misteriosas de Nuestro Señor en su Pasión, meditemos para nuestra educación sacerdotal y pastoral los hechos y palabras de Nuestro Señor con los pecadores, sin detenernos en todas las enfermedades corporales que alivió, pues no eran sino la imagen del pecado y de sus consecuencias. Ved la admirable misericordia de aquel padre en la conmovedora historia del hijo pródigo: “Cuando aún estaba lejos, lo vio el padre, y, compadecido, corrió a él y se arrojó a su cuello y le cubrió de besos” (Lc 15, 20). ¡Qué magnífico ejemplo! Y en el caso de la mujer adúltera, le dijo: “Vete y no peques más” (Jn 8, 11). En fin, todo se resume en aquellas palabras: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36). Y, ¿cuántas veces habrá que practicar la misericordia? “Hasta setenta veces siete” (Mt 18, 22).
No confundamos la misericordia con la debilidad, que sería alentar al pecado. Ved los ejemplos que nos da Nuestro Señor. Siempre exige la contrición y el arrepentimiento del pecado. Sí, mientras no tengamos razones positivas para dudar de la contrición, seamos misericordiosos.
Dicho de otro modo, hagamos todo lo que podamos para conservar y hacer crecer la vida. Un sacerdote realmente celoso verá y sondeará los corazones, y sabrá, ya sea corregir —pues “el Señor castiga al que (Él) ama” (Heb 12, 6), dice San Pablo—, ya sea aconsejar. El buen médico es el que sabe diagnosticar bien la enfermedad y aplicar el remedio apropiado.
El médico tiene como finalidad la salud del enfermo. La disposición para alcanzarla consiste en inclinarse a él y examinar realmente de cerca la enfermedad para descubrir sus causas, teniendo en cuenta las circunstancias. Lo mismo vale para la enfermedad moral que para el pecado. El sacerdote tiene que inclinarse sobre esa miseria. Si el sacerdote no es misericordioso, sino que tiene una actitud de condena y de dureza con el pecador, este último se encerrará en sí mismo y eso provocará tal vez su muerte. Ya no tendrá confianza en el sacerdote, no sabrá a quién dirigirse y perecerá.
El sacerdote tiene que tener misericordia en su corazón y saber escuchar a la gente. Está para recibir las dolencias, las dificultades y las miserias de la gente, y procurar ponerlas otra vez en el camino, poco a poco, tranquilamente, algunas veces siendo firme. A veces, evidentemente, hay que ser firme, cortar con el bisturí, provocando daño al enfermo, pero siempre con un espíritu misericordioso y con la finalidad de curar. […]
Procuremos juzgar con benevolencia. “Yo no quiero la muerte del impío —oráculo del Señor—, sino que se convierta y viva” (Ez 18, 23 y 32); “el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10). Estos son los principios del verdadero sacerdote. Rogará a Dios que le ayude en la aplicación práctica de la administración de la penitencia y del sacramento de la Confesión.
¡La verdad ante todo! No hemos de tener principios personales, sino los de Nuestro Señor y de la Iglesia; esto es la verdad. En definitiva es la gran caridad, la verdadera caridad, la que debe guiarnos, y no la caridad al modo de los curas de manga ancha, modernos y liberales. De este modo, es como decir al penitente: “Ama y haz lo que quieras”, pues si amamos verdaderamente, es decir, según la verdad, amamos las almas y no las personas; si sólo procuramos amar su vida cristiana y su vida eterna, como movidos por el Espíritu Santo, haremos lo que realmente les convenga, y tales almas, viendo que lo único que nos guía es su bien, nos seguirán y aceptarán de parte nuestra todo lo que les pidamos.
Un consejo precioso para este apostolado es comportarnos de tal manera en la sociedad y en las relaciones sociales, que las personas no sientan temor de pedirnos el sacramento de penitencia; es decir, guardar siempre un comportamiento realmente sacerdotal.


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