Sobre el Temor y Amor a Dios

“Oh Dios concede a tu pueblo la gracia de amar lo que le ordenas” ¡Amar los mandamientos, la voluntad de Dios, amarla en todas sus formas y manifestaciones!

“El temor de Dios es el principio de la Sabiduría” (Sal 110,10). El temor de Dios es el principio de la vida cristiana. Mientras tengamos que continuar nuestra lucha contra el pecado, el temor a la inflexible justicia divina jugará siempre un papel preponderante en nuestra vida interior. No es posible apartar de nuestro espíritu la idea del juicio de Dios contra los pecadores, su justa ira vengadora y las penas eternas del infierno, la experiencia de nuestra flaqueza moral, las muchas tentaciones que nos asedian, las continuas posibilidades y ocasiones de caer. Por otro lado tampoco podemos olvidar la experiencia de que correspondemos muy poco a la gracia divina, de que muchas veces casi no cumplimos nuestras obligaciones o las cumplimos imperfectamente. Todo esto nos debe llenar de un constante y secreto temor al juicio de Dios. De hecho el temor de Dios debe acompañarnos a través de toda nuestra vida. “Bienaventurado el que teme al Señor” (Sal 111,1). “Teme a Dios y apártate del mal” (Sab 3,7). “El temor del Señor es el principio de la Sabiduría”.
“Amarás al señor tu Dios” (Mt 22,37). El temor del Señor es necesario; pero la verdadera tónica la idea madre de la vida cristiana es y solo puede ser el amor. Solo el amor es digno de Dios. Él merece nuestro amor por su perfección y su bondad infinitas, por los muchos beneficios que nos ha hecho, por los bienes que nos dará algún día en el cielo.

“Amarás al Señor tu Dios”: este es el primero y el mayor de los Mandamientos. El amor es también el que transforma de veras nuestro corazón para que podamos obrar y sufrir y sacrificarlo todo por Dios. El temor hace que evitemos el mal, pero no pasa de ahí. Es incapaz de hacernos obrar el bien. El amor obra ambas cosas a la vez: nos aparta del mal, incluso de toda apariencia de mal, y nos impulsa hacia el bien hacia el mayor bien, hacia lo perfecto. Y esto a pesar de todas las dificultades y obstáculos. El temor no piensa mas que en el propio yo. No es de levantado y generoso corazón. Se atiene estrictamente al precepto, al deber. Le basta ejecutar lo que hay que ejecutar. El amor da siempre mas de lo que debe. Todo lo que hace, lo cree poco, nada. Solo el amor comprende estas palabras de Señor: “Cuando hayas hecho todo (lo mandado, decid: siervo inútil soy. No he hecho mas que lo que está mandado” (Lc 17,10).

A quien el espíritu Santo infunde su amor, derrama en su alma el don de piedad, es decir, la aspiración y el anhelo de agradar a Dios, una santa hambre de cumplir la voluntad divina. “Mi comida consiste en hacer la voluntad del que me ha enviado” (Jn 4,43). Entonces el alma ya no distingue entre sumisión y libertad, entre precepto y perfección o consejo. Siempre que se le presenta la ocasión de acercarse a las llamas del amor, se sumerge en ellas con febril ansiedad. No pregunta hasta donde debe ir. De este modo está segura de haber cumplido lo preceptuado. Ama el precepto, la voluntad de Dios. Ahora es un hombre verdaderamente libre. Se sabe hijo de Dios, y por lo mismo, su anhelo consiste en hacer cuanto pueda por causar una alegría al Padre, aunque ello exceda los límites de lo preceptuado.

Lo más excelso de la vida cristiana es el amor. El amor cumple los preceptos divinos, pues “el amor a Dios consiste en cumplir los Mandamientos” (1 Jn 5,3). Pero, el que ama verdaderamente, no los cumple por temor al castigo, ni tan siquiera por la recompensa que se pudiera lograr: lo hace únicamente para agradar a Aquel a quien se entregó el cristiano, libre y alegremente en el santo Bautismo.

¡Amor y acto de amor son inseparables! Sólo las obras que proceden del amor, son obras perfectamente buenas. El amor es la raíz el alma de las obras virtuosas; las obras, el cumplimiento de los Mandamientos son el alimento, el desarrollo, la condición vital del amor. El que quiere buenas obras, el que quiere cumplir bien, perfectamente los Mandamientos de Dios, quiere el verdadero amor. El que quiere la perfección, procura con todas sus fuerzas el acrecentamiento del amor mediante la constante e incansable practica de las obras buenas y secundando en todo lo que más pudiera agradar a Dios.

Hoy en día reina una gran confusión entre los cristianos. Dicen amar a Dios, dicen que aman al Señor pero están muy lejos de cumplir con los Mandamientos, con hacer Su santa voluntad (?). A tenor de lo que he expuesto pensad que solo el verdadero amor a Dios es el que Jesucristo nos declaró: “el amor a Dios consiste en cumplir los Mandamientos” (1 Jn 5,3).

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