Segundo artículo del Credo

La confesión de este segundo artículo del Credo, esto es, de la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, es el fundamento de nuestra redención y salvación. Lo cual se entenderá mejor si se considera la pérdida de aquel felicísimo estado en que Dios había colocado a nuestros primeros padres. Habiendo faltado Adán a la obediencia debida a Dios, y quebrantado su prohibición: «Puedes comer de todos los árboles del paraíso; mas del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque en cualquier día que comieres de él, inexorablemente morirás», incurrió en la extrema desgracia de perder la santidad y justicia en que había sido creado, y de quedar sujeto a los demás males con que Dios le había amenazado: los sufrimientos y la muerte. Para colmo de males, este pecado y su pena no se limitaron a Adán, sino que de él, como de principio y causa, se transmitió justamente a toda su descendencia. Habiendo, pues, caído nuestro linaje del altísimo grado de dignidad en que estaba, no podía levantarse de aquella caída ni ser restituido a su antiguo estado ni por obra humana ni por obra angélica; y así, el único remedio que quedaba a su ruina y a sus males era que el infinito poder del Hijo de Dios, revistiéndose de la flaqueza de nuestra carne, expiase la malicia infinita del pecado y nos reconciliase con Dios por medio de su sangre.  Por este motivo la fe en la Redención fue siempre necesaria, y sin ella no pudo salvarse hombre alguno. Y por eso también Jesucristo, el Redentor, fue anunciado muchas veces por Dios desde el principio del mundo. Al mismo Adán que acababa de pecar, Dios le prometió la redención y el Redentor (Gen. 3 15); más tarde declaró a Abraham (Gen. 22 16-18), a Isaac y a Jacob (Gen. 28 12-14), que saldría de su descendencia. Con este fin escogió también al pueblo hebreo y le dio un gobierno y una religión, a fin de conservar por él la verdadera fe y la esperanza del Redentor; e hizo que el Redentor fuese figurado en el Antiguo Testamento por personajes e incluso cosas inanimadas. Finalmente, anunció por los profetas todo lo que se refería al nacimiento, doctrina, vida, costumbres, pasión, muerte y resurrección del Redentor, de modo que no existe diferencia entre los vaticinios de los profetas y la predicación de los apóstoles, ni entre la fe de los antiguos patriarcas y la nuestra. 

1º «Y en Jesucristo». 
1º Jesús, que significa Salvador, es nombre propio de aquel que es Dios y hombre, impuesto no casualmente ni por dictamen y voluntad de los hombres, sino por disposición y mandato de Dios; ya que el ángel se lo anunció a María, su Madre: «Sabe que has de concebir en tu seno, y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús» (Lc. 1 31); y después no sólo mandó a José, esposo de la Virgen, que pusiese al niño este nombre, sino también le declaró el motivo por el que se había de llamar así, diciéndole: «José, hijo de David, no tengas recelo en recibir en tu casa a María, tu esposa, porque lo que ha concebido en su seno es obra del Espíritu Santo; así que dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque El salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt. 1 20-21). Cierto es que otros muchos se llamaron con este nombre, según las divinas Escrituras, como Josué, Isaías y Josías (nombres todos ellos derivados, en la lengua hebrea, de la misma raíz que Jesús); pero no les convenía a ellos con la misma propiedad con que le conviene a Cristo, por varias razones: • ante todo, porque no dieron la salvación eterna, liberando de las durísimas cadenas del error, y de la tiranía del pecado y del demonio, reconciliando con Dios y adquiriendo un reino eterno, sino sólo una salvación temporal (aunque figurativa de la eterna), liberando del hambre, o de la opresión de los egipcios o babilonios; • luego, porque esta salvación no la trajeron a todos los hombres, sino sólo a un pueblo determinado, que fue el pueblo hebreo; • finalmente, porque su acción salvadora tampoco se extendió a todos los tiempos, sino sólo a algunos momentos específicos del pueblo judío. Por eso, sólo fueron representación y figura de Cristo Señor, que enriqueció al género humano con todos los bienes que acabamos de mencionar.  

2º Al nombre de Jesús se añadió además el de Cristo, que significa Ungido, con el que se designan las tres funciones u oficios por los que Jesús, Salvador nuestro, debía procurarnos la salvación, a saber: la función de Sacerdote, la función de Rey y la función de Profeta. En efecto, ya nuestros padres antiguos llamaban «cristos» o «ungidos» a los sacerdotes y reyes que Dios había mandado ungir por la dignidad de su oficio. Pues el ministerio de los sacerdotes consiste en encomendar el pueblo a Dios con oraciones continuas, ofrecer sacrificios a Dios, y rogar por el pueblo. A los reyes, por su parte, se encomendó el gobierno de los pueblos; y así su principal cargo estaba en defender la autoridad de las leyes, proteger la vida de los inocentes, y reprimir la osadía de los malhechores. Y como ambos oficios representan en la tierra la majestad de Dios, por eso se ungía a los que eran elegidos para ejercer el cargo real o sacerdotal. También hubo costumbre de ungir a los profetas, los cuales, como intérpretes e intermediarios de Dios inmortal, nos revelaron los secretos celestiales, y nos exhortaron a enmendar las costumbres con saludables preceptos y con la predicción de cosas futuras. Pues bien, cuando nuestro Salvador Jesucristo vino al mundo, asumió el estado y las obligaciones de las tres clases de personas indicadas, a saber, de Profeta, Sacerdote y Rey; y por estas causas fue llamado Cristo, y fue ungido para desempeñar estos cargos, no por obra de hombre alguno, sino por virtud del Padre celestial, como claramente lo manifestó Isaías con estas palabras: «El Espíritu del Señor ha reposado sobre mí, porque el Señor me ha ungido, y me ha enviado para evangelizar a los mansos y humildes» (Is. 61 1); ni con ungüento terreno, sino con óleo espiritual, porque se derramó sobre su santísima alma la plenitud de la gracia del Espíritu Santo, y tan copiosa abundancia de todos los dones, como nunca otro ser creado pudo recibir, según las palabras del Salmo: «Amaste la justicia y aborreciste la iniquidad; por eso te ungió, oh Dios, el Dios tuyo con óleo de alegría, con preferencia a todos tus compañeros» (Sal. 44 8). Y así, Jesucristo fue sumo Profeta y Maestro, que nos enseñó la voluntad de Dios, y por cuya doctrina recibió el mundo el conocimiento del Padre celestial; y este título le corresponde más propia y excelentemente que a todos los demás que fueron honrados con el mismo nombre, los cuales sólo eran sus discípulos, enviados a anunciar a este Profeta que había de venir para salvar a todos. Cristo también fue Sacerdote, no del orden a que pertenecían los sacerdotes de la tribu de Leví en la Ley antigua, sino del que cantó el profeta David: «Tú eres Sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec» (Sal. 109 4). Finalmente, reconocemos a Jesucristo por Rey, no sólo en cuanto Dios, sino también en cuanto hombre y partícipe de nuestra naturaleza, como lo atestiguó el Arcángel San Gabriel: «Reinará en la casa de Jacob para siempre, y su Reino no tendrá fin» (Lc. 1 32-33); Reino que es espiritual y eterno, y que, comenzado en la tierra, se perfecciona en el Cielo. Y en verdad, Cristo cumple en su Iglesia los oficios de Rey con admirable providencia; pues El mismo la gobierna, El la defiende del furor y asechanzas de sus enemigos, El le prescribe leyes, y El mismo no sólo le comunica santidad y justicia, sino también le facilita los medios y la fortaleza para mantenerse firme y perseverar en ella. Y no le pertenece a Cristo este Reino por derecho humano o de herencia, aunque descendía de reyes muy nobles, sino que es Rey porque Dios depositó en El, en cuanto hombre, toda la potestad, grandeza y dignidad de que es capaz la naturaleza humana; de modo que en el día del juicio todas las cosas y todos los hombres tendrán que rendirse ante El total y perfectamente, como ya intentan hacerlo en esta vida las almas santas en la Iglesia católica. 

2º «Su único Hijo». 

Por estas palabras confesamos: • que Jesucristo es la segunda Persona de la Santísima Trinidad, igual en todo a las otras dos; pues en las tres divinas personas no puede haber, ni imaginarse siquiera, nada desigual o desemejante, ya que una sola es la esencia, voluntad y poder de todas; • y que Jesucristo es Hijo de Dios y Dios verdadero, como lo es el Padre que lo engendra desde la eternidad; lo cual es patente en muchos lugares de las Sagradas Escrituras, y lo expresa muy claramente el testimonio de San Juan: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios» (Jn. 1 1). Este nacimiento divino del Hijo de Dios no es como el nacimiento terreno y mortal, y por eso, no pudiéndolo entender con la razón, debemos creerlo y adorarlo. La comparación que más ayuda a nuestra razón a hacerse una idea de dicho misterio, es la siguiente: así como el entendimiento, al conocerse a sí mismo, se forma una idea de sí mismo, llamada «verbo» mental; así también Dios Padre, entendiéndose a Sí mismo, engendra al Verbo eterno.  Engendrado por el Padre en cuanto Dios ante todos los siglos, Jesucristo es engendrado como hombre en el tiempo por la Santísima Virgen María. Por lo tanto, debemos reconocer en Jesucristo dos nacimientos, el eterno en el seno del Padre, y el temporal en el seno de la Virgen, pero una sola filiación, la divina, porque una sola es la persona engendrada, la del Hijo.  Por lo que se refiere a la generación divina, Jesucristo no tiene hermanos, por ser «el Hijo unigénito del Padre», mientras que nosotros somos hechura de sus manos; pero en lo que se refiere a su generación humana, es «primogénito de muchos hermanos», que son aquellos que, habiendo recibido la fe, la profesan de palabra y la confirman con obras de caridad. 

3º «Nuestro Señor». 

Algunas cosas se dicen de Jesucristo en cuanto Dios, como ser omnipotente, eterno e inmenso, y otras en cuanto hombre, como padecer, morir y resucitar. Pero hay otras cosas que convienen a Cristo según sus dos naturalezas, como ser Señor de todas las cosas. 
En efecto:  
1º Le conviene en cuanto Dios, porque, siendo un solo y mismo Dios con el Padre, es también con El un solo y mismo Creador de todas las cosas, y por lo mismo un solo y mismo Señor de todas ellas.  
2º Le conviene en cuanto hombre, por dos razones: • la primera, en virtud de la unión hipostática, o unión de las naturalezas divina y humana en una sola persona; pues si ya a Adán, por su justicia original y su condición de padre de la raza humana, le correspondía el señorío sobre toda la creación sensible, con mucha mayor razón le correspondía ser constituido Señor de todas las cosas a quien posee la gracia de estar unido hipostáticamente con el Verbo de Dios; • y la segunda, por derecho de conquista, esto es, por haber sido nuestro redentor y habernos librado de la esclavitud de los pecados, a fin de hacer de nosotros un reino para Dios Padre. Justo es, pues, que llevando nosotros el nombre de cristianos, nos entreguemos y consagremos como esclavos a nuestro Redentor y Señor. Eso mismo prometimos al recibir el bautismo, declarando renunciar a Satanás y al mundo, y entregarnos del todo a Jesucristo; por lo que muy culpables seríamos si ahora viviéramos según las máximas y leyes del mundo, como si nos hubiéramos consagrado al mundo y al diablo, y no a Cristo. 

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