La Virgen María y la Sma. Trinidad

El espíritu, libre de sus pesados pensamientos, debería contemplar este inefable misterio: la incomparable condescendencia de tres personas divinas, que permiten a una humilde hija suya de la tierra, su criatura, obra de sus manos, asociarse a cada una de ellas, participar de su fecundidad y de su amor, consintiendo incluso a recibir de ella una gloria extrínseca que no tenían aún, y a contraer por ella relaciones que no existían antes.

1º María, complemento del Padre. 
 ¿Qué ha recibido el Padre de la humilde Virgen? Dos cosas: un cetro y un imperio. ¿Qué cetro? La autoridad sobre su propio Hijo. ¿Qué imperio? La humanidad redimida por la sangre de Jesucristo. De toda la eternidad el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son sustancialmente un solo Dios, iguales en naturaleza. Aunque el Padre engendra al Hijo, y el Padre y el Hijo expiran al Espíritu Santo, ninguno es superior al otro. Fuera de la autoridad de principio, que está en el Padre, no hay en El ninguna autoridad real sobre el Hijo; pero desde que el ángel Gabriel fue enviado ante la Virgen Inmaculada, saludándola y proclamándola llena de gracia, y obtuvo su consentimiento para la Encarnación del Verbo en su seno virginal, el Hijo de Dios, por amor a su criatura caída, se hizo inferior a su Padre en su condición humana, quedando convertido en súbdito y adorador del Padre. ¡Misterio insondable de amor! Hasta entonces el Creador había mandado a todas las criaturas, tenía en sus manos el cetro de todo cuanto existe; pero en este día glorioso de la Anunciación, María, por su «fiat», da al Padre un nuevo cetro, que le permite reinar sobre su propio Hijo. Ya no es solamente el Dios de las criaturas: se ha convertido en el Dios de Dios; manda a su propio Hijo, y Este le obedece. El Hijo, de rodillas y con las manos elevadas al cielo, adora a su Padre, le suplica, le implora, y le da una honra infinita.  ¡Qué cetro! Y es María quien se lo da: sin María, sin su consentimiento, el Padre no habría podido ejercer este poder supremo. ¿Puede haber dominación semejante? ¿Qué son mil mundos en comparación con el Hijo de Dios? No son nada, pues sólo Dios es El que es. Y así María, habiendo recibido una participación de la paternidad del Padre, le devuelve esa misma paternidad con todo el poder y autoridad que se derivan de ella.  Eso no es todo: el cetro supone un imperio. Sin duda, Jesucristo vale más que todos los imperios; pero la Virgen Madre completa su obra, y a la autoridad que da al Padre sobre el Hijo, le suma el don de una humanidad redimida, lavada, purificada en la sangre de un Dios. ¡Oh, qué imperio! Hasta la muerte del Salvador, el Padre mandaba a una humanidad caída y manchada, bajo el peso de la prevaricación; sólo ejercía su autoridad sobre súbditos rebeldes, más dignos de odio que de amor. Pero María, al convertirse en Madre de Dios, alimenta con su sangre virginal y su carne inmaculada el cuerpo del Redentor. Un día ese cuerpo quedará totalmente lleno de heridas, y esa sangre manará a raudales, para purificar el mundo de las almas y hacer brotar de él frutos de salvación y de arrepentimiento. Desde ese momento, el Padre no reinará ya sólo sobre una humanidad pecadora, sino también sobre almas puras, grandes y nobles, nacidas de la sangre de la Virgen y vírgenes como Ella, dignas de seguir al Cordero dondequiera que vaya.  ¡Oh, este imperio digno del Padre, qué digno es del cetro y cómo concuerda con él! Y es María, la Virgen Madre, la que da al Padre este imperio. Misterio admirable, en el que Dios, que no puede engrandecerse a Sí mismo, se engrandece en su obra, convirtiéndose para siempre en Dios de Aquél de quien es Padre desde toda la eternidad. Misterio que realza y engrandece el estado y la corona del Padre eterno con una dignidad infinita… Su poder y su mandato no pueden subir ya más alto, y su dominio cuenta con toda la grandeza y dignidad que le corresponden.  Sí, María puede cantar con verdad: «Magnificat anima mea Dominum»: Mi alma engrandece a Dios Padre. 

2º María, complemento del Hijo. 
 ¿Qué ha recibido el Hijo de María? Cuatro cosas.  Ante todo, ha recibido un ser nuevo que no tenía: humano e inferior al que sí tenía, pero que El eleva y diviniza, uniendo esta naturaleza humana a su persona divina, sin mezcla ni confusión. Es esta unión inefable la que le permitirá realizar los prodigios de su poder y bondad: reparar la caída del hombre, aplacar la justicia del Padre, y destruir el imperio de Satán.  Luego, María ha dado a Dios Hijo sentimientos de ternura, de misericordia y de compasión hacia nuestras miserias, que le eran desconocidas en su sola naturaleza divina. Como Dios, El es Bondad infinita, pero no tiene la experiencia de la profundidad y extensión de nuestras angustias y de los males que nos afligen en esta vida, y por lo tanto no puede tener afección sensible; mas gracias a María se convirtió en el Pontífice compasivo, probado y semejante en todo a sus hermanos, salvo en el pecado.  Asimismo, Dios Hijo ha recibido de María la aptitud de merecer, que antes no tenía, y que no podía recibir de su Padre, porque era Dios como El, en una sola y misma naturaleza. Como Verbo era infinitamente rico por su Padre; pero ahora, como hombre, adquiere por sus méritos riquezas para nosotros. El Hijo adquiere así un tesoro infinito, que se convertirá en nuestro tesoro, y que debe también a María, como se lo debemos nosotros.  Finalmente, por su humanidad el Hijo se encuentra en condiciones de dar a Dios una gloria infinita. Siendo Dios El mismo, todo lo recibe de Dios su Padre, pero ¿qué puede darle a su vez? Le devuelve, sin duda, amor por amor, pero es incapaz de rendirle un tributo de adoración y de gloria, ya que, en cuanto Dios, es igual en todo al Padre. Pero como hombre, cargando sobre Sí los pecados del mundo y expiándolos en la cruz, da a su Padre una gloria rigurosamente infinita. Más aún: el mismo Hijo es glorificado como Dios en esa naturaleza humana, siendo elevado al seno del Padre, introduciendo en la Trinidad tanto al hombre como a Dios, y ejerciendo allí las prerrogativas del poder divino. Es más, este mismo Hijo del hombre verá a lo largo de toda la eternidad cómo todas las rodillas se doblan a su nombre; en sus manos deposita el Padre celestial su poder de juzgar, a fin de que todos honren al Hijo como honran al Padre. ¡Qué gloria prodigiosa! Pues bien, esta naturaleza y esta cualidad de Hijo del hombre, en la que el Verbo es glorificado de esta manera, la recibe de María.  Así, tanto del Padre como del Hijo, María tiene derecho a cantar: «Magnificat anima mea Dominum»: Mi alma engrandece a Dios Hijo. 

3º María, complemento del Espíritu Santo. 
 María también glorifica al Espíritu Santo en la misma medida de los dones con que este Espíritu Vivificador la ha colmado. En otras cuatro cosas consiste esta gloria que recibe de María.  La primera es en la fecundidad. Así como María es hecha fecunda por la operación del Espíritu Santo, así Ella lo hace fecundo en este mundo. Esta fecundidad se atribuye al Espíritu Santo ante todo por apropiación, esto es, porque se le atribuye una obra común a las tres personas; y luego, porque el Espíritu Santo obra en María como virtud fecundadora del Padre. María manifiesta, pues, la fecundidad del Espíritu Santo bajo este doble aspecto: • por apropiación, porque todo lo que Ella hace para las otras dos personas, lo hace igualmente para el Espíritu Santo, que es un solo y mismo Dios con el Padre y el Hijo; 
• y luego, como intermediaria de las gracias divinas que santifican a las almas y las hacen hijos de Dios. Por eso María es el Santuario del Espíritu Santo, y por Ella derrama sobre el mundo un torrente vivificador de vida sobrenatural, de luz intensa y de total entrega a Dios; en una palabra, por Ella adquiere el Espíritu Santo para sí una infinidad de hijos que, dóciles a su gracia, lo proclaman «Padre de los pobres, dador de los dones, luz de los corazones». El Espíritu Santo, que consuma la fecundidad infinita de Dios en la eternidad, no produce nada en el seno de Dios. Amor subsistente del Padre y del Hijo, recibe el amor con la vida infinita, pero no la comunica a otros en el seno de la Divinidad. Su fecundidad se despliega en el tiempo, su amor se comunica a los ángeles y a la humanidad entera. Su fecundidad se despliega también por la Encarnación, la Redención, la Santificación y la Glorificación. La vida divina, semejante al amor del que es un horno ardiente, se derrama en Jesús como en su fuente suprema, en María como en su canal universal, y desde allí llena el cielo y la tierra.  En segundo lugar, el Espíritu Santo recibe de María una autoridad sobre el Hijo de Dios que antes no tenía y que no podía tener sin la Encarnación. El Espíritu Santo, al proceder del Padre y del Hijo, no tenía ninguna autoridad sobre el Verbo. Pero Jesucristo, al hacerse hombre, se le hace inferior en cuanto hombre, lo que le permite al Espíritu Santo, igual que al Padre, tener sobre El una autoridad real. Y ¿qué autoridad? La autoridad de una persona divina sobre una persona divina: autoridad no sólo de origen, como autor que es de la humanidad del Salvador, sino de poder y de jurisdicción, como el mismo Jesucristo lo dice: «El Espíritu del Señor está sobre Mí: me ha ungido para evangelizar a los pobres, y me ha enviado para anunciar la liberación a los cautivos». Ahora bien, toda esta autoridad está basada en el misterio de la Encarnación, que depende del consentimiento de María, y tiene, por lo tanto, su causa en la Virgen Madre.  El Espíritu Santo debe aún a María el ser autor y principio de la gran obra de la Iglesia, que no es otra cosa que la continuación de la Encarnación a través de los siglos. La Iglesia, obra del Hijo de Dios, perpetúa a través de los tiempos este primer encuentro de Dios con el hombre, sigue engendrando hijos para Dios, y mantiene entre la ciudad triunfante, sufriente y militante, ese vínculo consolador e inefable que llamamos Comunión de los Santos. Ahora bien, el Espíritu Santo es el que une a estas tres «Iglesias» entre sí; mas no lo hace sino por haber recibido de María autoridad sobre la obra de Jesucristo, la Iglesia, nacida del corazón abierto del Hijo del hombre después de expirar en la cruz. También aquí todo remonta a María y todo parte de Ella, porque es la Madre de Dios.  Finalmente, el Espíritu Santo debe a María el poder derramar sin cesar sus gracias sobre las almas por medio de los Sacramentos, que son una institución divina, la aplicación de los méritos infinitos del Redentor, y como baños refrescantes en que la Iglesia sumerge a las almas para infundirles de algún modo la vida misma de Jesucristo. Es Dios obrando en el hombre y dentro del hombre, transformándolo, elevándolo, haciéndole vivir de la vida divina por la gracia, en la esperanza de admitirlo un día a la contemplación de la Divinidad en la gloria. Pues bien, si el Espíritu Santo puede llevar a cabo esta obra prodigiosa en las almas, es porque María le ha dado el poder de morar en Ella, de convertirla en su Santuario, de cubrirla con su sombra, a fin de dar al mundo, a través de Ella, al autor de todas estas maravillas, Jesucristo.  Y así, en relación al Espíritu Santo, igual que en relación al Padre y al Hijo, María puede entonar su «Magnificat anima mea Dominum»: Mi alma engrandece a Dios Espíritu Santo. 


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