Duodécimo artículo del Credo

Los Apóstoles quisieron terminar el Credo con este artículo referente a la vida perdurable, por dos motivos: • ante todo, porque después de la resurrección ningún otro premio pueden esperar los fieles sino la vida eterna; • y luego, para que tengamos siempre presente la felicidad perfecta del cielo, a fin de fijar en ella nuestra alma y todos nuestros pensamientos. Por eso los fieles han de recordar frecuentemente los premios de la vida eterna, estimulándose con este pensamiento a sufrir con gran resignación todas las tribulaciones de la vida presente, sobre todo las que deben sobrellevar por causa del nombre cristiano. 

1º Qué se entiende por «vida eterna». 
Por la expresión «vida eterna» entendemos, no tanto la perpetuidad de la vida, que es también común a demonios y condenados, sino la perpetuidad de la felicidad, que satisface enteramente el deseo de los bienaventurados. Así las entendió aquel doctor de la Ley que preguntó a nuestro divino Salvador qué debía hacer para poseer la vida eterna (Lc. 10 25), como si dijera: ¿Qué debo yo hacer para llegar a aquel lugar en donde se puede gozar de la felicidad perpetua? Y en este mismo sentido entienden estas palabras las Sagradas Letras en muchos otros pasajes. Si se le da este nombre de «vida eterna» es por tres motivos principales: • Ante todo, para que comprendamos que es el mayor de todos los bienes; pues la vida suele contarse manifiestamente entre los mayores bienes que naturalmente se apetecen; y por eso, es muy normal definir principalmente con este bien la bienaventuranza. Y si nada se ama más, ni se tiene por cosa más preciosa y agradable que esta vida breve y miserable, sujeta a tantas y tan diversas calamidades, que más mereciera llamarse muerte que vida, ¿con qué solicitud y ansia no deberemos buscar nosotros aquella vida eterna, en la que, libres ya de todos los males, poseeremos la suma perfecta y absoluta de todos los bienes? • Luego, para que nadie piense que consiste en los bienes materiales y pasajeros de esta vida; pues, por una parte, estas cosas terrenas se envejecen y perecen, mientras que la bienaventuranza no puede limitarse a un determinado periodo de tiempo; y, por otra parte, las cosas terrenas distan muchísimo de la verdadera felicidad, por cuanto de ella se separa el hombre en la misma medida en que se deja cautivar por el amor y deseo del mundo, según está escrito: «No améis al mundo ni las cosas mundanas. Si alguno ama al mundo, la caridad del Padre no está en él» (I Jn. 2 15); y poco después: «El mundo pasa, y juntamente con él su concupiscencia» (I Jn. 2 17). Por eso los fieles deben incitarse a despreciar las cosas que perecen, a no esperar felicidad alguna en esta vida, donde sólo somos peregrinos (I Ped. 2 11), y a tender continuamente por la esperanza a la verdadera patria (Tit. 2 12-13). • Finalmente, para que comprendamos que, una vez conseguida la bienaventuranza, ya no puede perderse, como falsamente pensaron algunos; porque la verdadera felicidad consiste en la suma de todos los bienes sin mezcla de mal alguno, y ésta, para satisfacer perfectamente el deseo del hombre, forzosamente ha de ser eterna, ya que el bienaventurado no puede dejar de querer en sumo grado seguir gozando perpetuamente de los bienes en cuya posesión está; de donde se deduce necesariamente que, si esta posesión no fuese cierta y estable, el temor de perderla le proporcionaría grandísima aflicción.  Sin embargo, como la felicidad de los bienaventurados es tan grande, no hay ningún nombre con el que se pueda expresar adecuada y perfectamente; y así las Sagradas Letras se ven obligadas a designarla con una gran variedad de nombres, como el de «reino de Dios» (Mt. 6 33), «reino de Cristo» (Jn. 18 36), «reino de los cielos» (Mt. 5 3 y 10), «paraíso» (Lc. 23 43), «Ciudad Santa» (Apoc. 21 2 y 10), «nueva Jerusalén» (Apoc. 3 12), «casa del Padre» (Jn. 14 2).

2º Naturaleza de la bienaventuranza. 
Pasando ya a señalar la naturaleza de la bienaventuranza, se la debe definir, según la enseñanza de los Santos Padres, como la privación de todos los males y la posesión de todos los bienes. • Acerca de los males, son clarísimos los testimonios de las Sagradas Letras; pues en el Apocalipsis está escrito: «Ya no tendrán hambre ni sed; ya no les molestará el sol ni ningún otro calor» (Apoc. 7 16); y luego: «Enjugará Dios toda lágrima de sus ojos; y ya no habrá muerte, ni llanto, ni gritos, ni dolor, porque el mundo de antes ha desaparecido» (Apoc. 21 4). • Y acerca de los bienes, inmensa será la gloria de los bienaventurados, e innumerables las clases de verdadera alegría y deleite, en tal grado que, no siendo capaces nuestras almas de contener la grandeza de esta gloria, ni ésta caber de ningún modo en nuestros corazones, forzoso será que nos limitemos a «tomar parte» en ella, o, según la expresión del Salvador, a «entrar en el gozo de nuestro Señor» (Mt. 25 21), para que, sumergiéndonos totalmente en él, queden plenamente saciados todos nuestros deseos. San Agustín afirma que más fácilmente podremos enumerar los males de que careceremos, que los bienes que poseeremos y de que gozaremos; sin embargo, se pueden considerar los bienes de que se gozará en la gloria, distinguiéndolos con los teólogos en dos categorías: • los que se refieren a la esencia de la bienaventuranza, o felicidad esencial; • y los que se agregan a la bienaventuranza, o felicidad accidental.  

1º Felicidad esencial. — La verdadera felicidad consiste en ver a Dios y en gozar de la hermosura de Aquél que es origen de toda bondad y perfección, según la declaración formal de Cristo: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y al que Tú has enviado, Jesucristo» (Jn. 17 3); palabras que explica San Juan cuando dice: «Carísimos, ahora somos hijos de Dios, y todavía no se ha manifestado lo que seremos; porque sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a El, pues le veremos tal cual es» (I Jn. 3 2); y de las que se deduce que la bienaventuranza consistirá en dos cosas: • la primera, en ver a Dios tal cual es en su propia esencia; • la segunda, en ser transformados como dioses por esta visión. • En cuanto a lo primero, hay que decir que veremos a Dios tal cual es en su naturaleza, porque la esencia divina se unirá directamente a nuestra inteligencia. Para entenderlo, conviene saber que el hombre, en esta vida, sólo puede conocer las cosas mediante ideas, que son como imágenes de las cosas. Ahora bien, es imposible conocer a Dios perfectamente a través de imagen alguna, pues ninguna de las cosas creadas es tan pura y espiritual como lo es el mismo Dios, de modo que lo refleje perfectamente, y porque todas las cosas creadas están reducidas a determinados límites de perfección, mientras que Dios es infinito. Por lo tanto, para conocer perfectamente a Dios, sólo queda este medio: que la sustancia divina se una a nuestra inteligencia a modo de objeto inteligible. Para eso hace falta que Dios, por modo extraordinario, fortalezca y engrandezca profundamente nuestro entendimiento, confiriéndole la aptitud de recibir directamente la esencia divina sin el intermediario de ideas, y permitiéndole así contemplar la hermosura de su esencia; y esto lo conseguiremos mediante la «luz de la gloria», cuando, iluminados con su resplandor (Sal. 35 10), veamos a Dios, Luz verdadera, en su propia luz. • En cuanto a lo segundo, ser transformados a semejanza de Dios por la visión de su esencia, hay que decir que no podemos explicarlo con palabra alguna, sino sólo vislumbrarlo por medio de algún ejemplo creado: por ejemplo, así como el hierro metido en el fuego reviste las propiedades del fuego, y aunque no cambie de naturaleza, más parece tener la de fuego que la de hierro, así también nosotros, sumergidos en Dios, de tal modo adquiriremos rasgos divinos que, sin dejar de ser hombres, más pareceremos ser Dios.  

2º Felicidad accidental. — A esta felicidad esencial se agregan innumerables bienes, que ni siquiera podemos imaginar. Sin embargo, deben los fieles estar convencidos de que se poseerán en el cielo cuantas cosas pueda haber de agradables o deseables en esta vida, ya se refieran al alma, ya al cuerpo. Y así: • El alma gozará de todas las verdades que miran a su ilustración, y del honor y la gloria con que conoceremos clara y evidentemente la grandeza y excelente dignidad de los demás, y con que seremos honrados por parte de Dios; pues gran honra será ser llamado por Dios, no ya siervo, sino amigo (Jn. 15 13-15), hermano (Jn. 20 17) e hijo suyo (Jn. 1 12). Y por eso mismo nuestro Salvador llamará a sus escogidos con estas honrosísimas palabras: «Venid, benditos de mi Padre, poseed el Reino preparado para vosotros» (Mt. 25 34), de modo que con razón podemos exclamar: «Muy honrados han sido, oh Dios, tus amigos» (Sal. 138 17), sin contar que el mismo Cristo nuestro Señor los celebrará con alabanzas delante de su Padre celestial y de sus ángeles (Mt. 10 32). • El cuerpo, por su parte, gozará de todo lo que mira a su perfección y comodidad, siendo inmortal, sutil y espiritual, sin precisar ya ni alimento ni descanso; radiante de la eterna gloria, sin necesidad ya de vestido alguno; y teniendo por casa el mismo Cielo, iluminado por todas partes con la claridad de Dios. Todos estos bienes se verificarán, como afirma el Apóstol, por modo más sublime de lo que ha visto ojo alguno, percibido el oído o pasado por la imaginación de ningún hombre (I Cor. 2 9). Por esta razón, considerando el Profeta la hermosura de esta morada, y ardiendo en deseos de llegar a estas dichosas mansiones, decía: «¡Qué amables son tus moradas, oh Señor de los ejércitos! Suspira y languidece mi alma por estar en los atrios del Señor; traspórtanse de gozo mi corazón y mi cuerpo, contemplando al Dios vivo» (Sal. 83 2). 

3º Grados de la bienaventuranza. 
Finalmente, esta bienaventuranza, tanto esencial como accidental, no será la misma en grado para todos, ya que, según declaración expresa de nuestro Señor, «en la casa del Padre hay muchas moradas» (Jn. 14 2), en las cuales se darán mayores o menores premios, según lo que cada uno hubiere merecido; «porque el que siembra con mezquindad, recogerá también con mezquindad; mas el que siembra en abundancia, cosechará también en abundancia» (II Cor. 9 6).  De donde se deduce cuán avisados deben estar los fieles de que el medio seguro de conseguir un mayor grado de bienaventuranza eterna es que, revestidos de la fe y de la caridad, y perseverando en la oración y en el uso de los Sacramentos, se ejerciten en toda clase de obras buenas con sus prójimos; pues de este modo, por la misericordia de Dios, que tiene preparada esta gloria para los que le aman, se cumplirá en ellos algún día lo que dijo el Profeta: «Habitará mi pueblo en hermosa mansión de paz, y en moradas seguras, y en cumplido descanso» (Is. 32 18).1 

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