Desapego a las cosas del mundo

Para completar las nociones sobre la mortificación cristiana, faltaría mencionar el combate que el hombre interior debe llevar contra la tercera concupiscencia, la concupiscencia de los ojos. Si quiere crecer en unión con Dios, ha de desprenderse de los bienes de este mundo. 

1º El apego a los bienes de esta tierra. 
 «La raíz de todos los males es la codicia» (I Tim. 6 10). Incontestablemente, la codicia es uno de los medios más poderosos de que se vale el demonio para pervertir a las almas y ahogar la buena semilla en el corazón de los cristianos. De ahí provienen, en efecto, las mentiras, los engaños, los robos e injusticias, a escalas cada vez más vastas; de ahí tantos robos y asesinatos; de ahí la desunión en las familias, aun en las mejores. 

¿A qué se debe esta terrible codicia? Dios puso al hombre a la cabeza de la creación visible, y le dio el derecho de disponer de los productos y frutos de la tierra para remediar sus necesidades. Por eso cada hombre tiene en sí mismo una inclinación y un derecho natural a apropiarse de la medida de bienes temporales que le es necesaria o útil para su mantenimiento y el de su familia. Pero el pecado original deformó esta inclinación legítima, y la orientó hacia un falso camino. El hombre se rebaja apegándose inconsideradamente a los bienes de la tierra, persiguiéndolos con pasión desordenada y por medios ilícitos. Los bienes materiales no son ya para él un medio, sino un fin, y a veces el fin último y supremo. El hombre ya no es rey y señor de los bienes terrenales, sino que se hace cautivo de él y se convierte realmente en su esclavo.  

El amor de sí mismo y de las cosas por sí mismas es lo que encadena al alma y la hace cautiva, impidiéndole elevarse hasta Dios para unirse a El. Por eso hace falta desprenderse de ellas. Este desprendimiento de sí mismo y de la propia voluntad es lo que el libro de la Imitación de Cristo llama abnegación o abdicación, que va contra lo que los antiguos autores espirituales llamaban espíritu de propiedad, ser propietario. 

En el fondo hay un error en la base de este espíritu de propiedad, porque no somos propietarios, sino sólo arrendatarios. Dios nos ha entregado talentos, pero después nos pedirá cuenta de ellos. Esos talentos, por lo tanto, no nos pertenecen. Nuestro Señor nos ha entregado esos bienes, pero con leyes y obligaciones que debemos cumplir cabalmente. Por eso, no hay que tener espíritu de propiedad, sino que hay que desprenderse de todo afecto a las cosas temporales, ya sean bienes exteriores, ya sean interiores e incluso espirituales.

La herida de ignorancia o ceguera que el pecado original dejó en nosotros, agrava este error de base. Damos a las cosas de este mundo un valor que ellas no tienen; hay desproporción entre la estima que tenemos a los bienes de este mundo, y la que deberíamos tener a los bienes celestiales. Nos hemos vuelto ciegos para las cosas celestiales, pero somos todo ojos, todo corazón, todo amor, por las cosas de esta vida.  

Esto no viene de las cosas mismas, que son buenas en sí mismas, sino de nosotros, de la tendencia desordenada que tenemos hacia ellas; y es ahí donde debe llevarse a cabo la reforma. Hemos de despreciar las cosas de esta tierra, en el sentido de que hemos de disminuir la estima que de ellas tenemos, a fin de volver a ordenarlas a los bienes eternos, para los cuales han sido creadas. Hemos de volver a darle su finalidad a los bienes de este tiempo, para que nos ayuden a alcanzar nuestro fin, que es la vida eterna.

2º Necesidad del desprecio de este mundo. 
Nuestro Señor mismo en persona quiso ser nuestro modelo en esta actitud de desapego del mundo, tanto por su ejemplo como por su enseñanza.  
1º Ante todo, el ejemplo de Nuestro Señor: El no vivió, como hubiera podido hacerlo, rodeado de riqueza, ni siquiera de comodidades: quiso nacer pobre, en un establo y de prestado, vivir pobre, en la humilde morada de un modesto artesano, y morir pobre, sobre una cruz y despojado de todo, siendo luego sepultado en un sepulcro que no era suyo. Su Madre y su Padre putativo eran pobres. Se dirigió preferentemente a los pobres, y pudo decir con toda verdad: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt. 8 20).  
2º Esta espléndida lección de su ejemplo quiso Jesús subrayarla y resumirla con su enseñanza: 
• a ella le dedicó las primeras palabras del Sermón de la Montaña: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque vuestro es el Reino de los Cielos… Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados» (Mt. 5 3; Lc. 6 21); 
• a estas bienaventuranzas opuso otras conocidas desventuras: «¡Ay de vosotros, los ricos!, porque habéis recibido vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que reís ahora!, porque tendréis aflicción y llanto» (Lc. 6 24-25); 
• más señaladamente les dijo a sus apóstoles: «¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el reino de Dios!… Es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja, que entre un rico en el reino de Dios» (Mt. 18 25); 
• finalmente, condensó toda su doctrina en esta sentencia: «No podéis servir a Dios y al Dinero» (Mt. 6 24). 

¿Qué piensa, pues, Jesús de los ricos y de las riquezas? Ante todo, que la riqueza es un peligro muy grande. Una parte de la buena semilla, echada por el divino Sembrador, cae entre las espinas, que crecen y ahogan el buen grano; y El mismo explica que es figura de aquellos que, al principio, escuchan la palabra de Dios, pero luego, por el cuidado de las riquezas y los placeres de la vida, se dejan apartar de una vida según la palabra de Dios (Lc. 8 14). 

Al pronunciar esta sentencia, Jesús pensaba con tristeza en uno de sus discípulos, Judas Iscariote, en cuya alma había caído millares de veces su divina palabra, y que como pocos otros había sido testigo de sus maravillas, y recibido de El las muestras de la mayor confianza. El afán del dinero y el apego a los bienes terrenales ahogaron la buena semilla en su alma, debilitaron y luego apagaron en su corazón el amor y la admiración por su divino Maestro. Por codicia y amor del dinero, comenzó convirtiéndose en ladrón, para acabar siendo el traidor de su Dios y el más culpable en el drama espantoso del Calvario. ¡En el entorno inmediato de Jesús Judas se perdió y se condenó, a causa de su apego desordenado a los bienes de este mundo! Sobre este particular hay otro ejemplo en la vida de Jesús, el del joven rico (Mc. 10 17-27). Este joven se acerca a Jesús, se echa a sus pies y le pregunta: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna?». Jesús le contesta: «Guarda los mandamientos», y le enumera los principales. «Maestro –replica el joven–, todo eso lo he guardado desde mi juventud». Entonces Jesús fija en él una mirada de amor y le dice: «Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme». Con esta misma fórmula había El subyugado a sus apóstoles, llevándolos a dejarlo todo inmediatamente. Este joven, en cambio, se fue triste, «porque poseía muchos bienes». ¡El apego a los bienes terrenos había privado a Cristo de un discípulo, de un apóstol, tal vez de otro San Juan!  

3º No es otra la enseñanza de los apóstoles. San Juan nos advierte en su primera Epístola: «No améis al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguno amare al mundo, la caridad del Padre no está en él; pues todo lo que hay en el mundo, a saber, la concupiscencia de los ojos, la concupiscencia de la carne y la soberbia de la vida, no procede del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa con su concupiscencia; mas el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (I Jn. 2 15-17). 

3º Actitud del cristiano para vivir este desprendimiento. 
Para evitar el terrible peligro que el apego a los bienes de este mundo hace correr a nuestra alma, hemos de mantener una gran vigilancia para no dejarnos llevar por la corriente general, y estar animados de un gran espíritu de desprendimiento, manifestándolo en nuestro modo de vivir.  
La respuesta más simple y radical a la invitación de Cristo en materia de desprendimiento de las creaturas es abandonar el mundo y sus bienes engañosos para abrazar la vida religiosa, en la que se lleva una vida de pobreza y se renuncia por voto al derecho de poseer bienes temporales, o al menos al libre uso y a la disposición facultativa de estos bienes.  
Si esto no fuera posible, como será el caso para la mayoría de los cristianos, toca entonces luchar en el mundo, como valerosos soldados, contra su funesto espíritu. 

 1º Y, ante todo, evitemos con sumo cuidado la menor injusticia. No todos los precios son justos, ni todas las ganancias son lícitas. Fuera las mentiras y los fraudes en nuestras compraventas. Quien se aventura a hacer negocios con toda clase de trucos fraudulentos, está perdido. Pronto no sabrá cómo salir de ahí, ni tendrá fuerzas para reparar las injusticias cometidas.  
2º No pretendamos hacernos ricos a toda costa. Cumplamos nuestro deber, trabajemos por la familia, cuidemos nuestros negocios, pero sin afanarnos por acumular riquezas: «Mientras tengamos comida y vestido, estemos contentos con eso –dice San Pablo–; pues los que quieren enriquecerse caen en la tentación y en muchas codicias insensatas y perniciosas que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición» (I Tim. 6 8-9).  
3º Si Dios nos envía bienes temporales por encima de nuestras necesidades, asistamos con ellos a nuestro prójimo indigente. Demos a los pobres generosamente, démosles con amor y respeto. Sostengamos a los sacerdotes, a las obras piadosas, a las misiones.  
4º Desprendámonos de todo lo superfluo. No sigamos en esto la prudencia del mundo, pues lo que es insensato para el mundo es muy a menudo sabiduría según Dios. Jesús dice muy claramente: «No atesoréis tesoros en la tierra» (Mt. 6 19); «no os preocupéis del mañana, que el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal» (Mt. 6 34).  
5º Evitemos toda preocupación voluntaria con relación a los bienes temporales. Podemos y debemos ocuparnos en nuestros negocios con cuidado e inteligencia, pero hemos de apartar deliberadamente toda preocupación y toda inquietud voluntaria, para no ahogar en nuestra alma la buena semilla de la palabra de Dios. Jesús nos lo pide con términos encantadores: 

«No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Observad los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan, ni hilan. Pero Yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¿no lo hará mucho más con vosotros?… No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer? ¿Qué vamos a beber? ¿Con qué vamos a vestirnos? Pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt. 6 25-33).  

6º Finalmente, mantengamos siempre vivo un gran deseo de los bienes celestiales, el único que puede producir el desapego de los bienes caducos; deseo: 
• de Nuestro Señor Jesucristo y de su vida en nosotros; 
• de la adquisición de las virtudes; 
• de la bienaventuranza del cielo; 
• de la salvación de las almas; 
• de encontrar en Dios, en Jesús y en María, nuestro todo.

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