Divinidad de N.S. Jesucristo

Cuando decimos que Jesús es el Hijo de Dios, queremos decir, conforme a la Revelación del Antiguo Testamento, claramente corroborada por la del Nuevo, que lo es no en el sentido de una adopción o una especial predilección de Dios a un puro hombre, sino en el sentido estricto de la palabra: Jesús es el Hijo natural de Dios y, por lo mismo, es el mismo Dios. 

1º El Mesías debía ser Hijo de Dios. 
Una de las verdades que la Revelación enseñaba sobre el Mesías es que, ante todo, debía ser el Hijo de Dios, y por lo tanto Dios mismo. Dios mismo se revestiría de la naturaleza humana para redimirnos del pecado.

Los Salmos, hablando del Mesías, lo afirman claramente: «Promulgaré el decreto del Señor. Yahvéh me dijo: HIJO MÍO ERES TÚ; YO TE HE ENGENDRADO HOY» (2 6-8); «tu trono, OH DIOS, durará para siempre; el cetro de tu reino es un cetro de equidad. Amas la justicia, y odias la iniquidad; por eso, OH DIOS, tu Dios te ha ungido con óleo de alegría, con preferencia a todos tus pares» (44 7-8); «el Señor dijo a mi Señor [texto hebreo: YAHVÉH DIJO A ADONAI]: Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos por peana de tus pies» (109 1). 
El profeta Isaías anuncia la divinidad del Mesías con igual claridad que los Salmos: «El Señor mismo os dará la señal: he aquí que la Virgen dará a luz un hijo, a quien pondrá por nombre EMMANUEL [DIOS CON NOSOTROS]» (7 15); «ha nacido un Niño para nosotros, y se nos ha dado un Hijo…, el cual tendrá por nombre Admirable, Consejero, DIOS FUERTE, Padre de la eternidad, Príncipe de la paz» (9 6); «decid a los pusilánimes: Buen ánimo, y no temáis; mirad a vuestro Dios, que viene a ejecutar una justa venganza; es de Dios la expiación; DIOS MISMO VENDRÁ Y OS SALVARÁ» (35 4). 
No es distinto el testimonio de los profetas posteriores a Isaías, entre los que contamos a Jeremías: «Vienen ya los días, dice el Señor, en que cumpliré la palabra buena que di a la casa de Israel y a la casa de Judá: Yo haré brotar de David un Pimpollo de justicia, el cual gobernará la tierra con rectitud y justicia. En aquellos días Judá conseguirá su salvación, y Jerusalén vivirá en paz; y el nombre con que le llamarán será éste: YAHVÉH [es] NUESTRA JUSTIFICACIÓN» (33 15-16); a Baruc: «Este es NUESTRO DIOS, ningún otro será reputado por tal a su lado… Después de esto SE HA DEJADO VER SOBRE LA TIERRA, Y CONVERSÓ CON LOS HOMBRES» (3 36); a Miqueas: «Y tú, Belén Efratá, demasiado pequeña para ser contada entre los miles de Judá, DE TI SALDRÁ EL QUE HA DE SER DOMINADOR DE ISRAEL; SU ORIGEN ES DESDE TIEMPOS MUY REMOTOS, DESDE LOS DÍAS DE LA ETERNIDAD» (5 2). 
Y el libro de la Sabiduría pone en boca de los impíos las siguientes palabras: «Armemos lazos al Justo… porque pretende tener la ciencia de Dios, y SE LLAMA A SÍ MISMO HIJO DE DIOS… Y SE GLORÍA DE TENER A DIOS POR PADRE… Si realmente es HIJO DE DIOS, Dios tomará su defensa» (2 12-20).  

En todos estos textos se afirma claramente la divinidad del Mesías. Ya la Sinagoga, a partir de ellos, había enseñado que el Mesías debía ser un personaje divino. Por eso, para los más sabios de Israel, la cualidad de Mesías era inseparable de su cualidad de Hijo de Dios. Sin embargo, ¿conocían todos los Judíos que el Mesías iba a ser Dios? Una distinción se impone. Los Padres de la Iglesia, y después de ellos, graves teólogos, distinguen a los judíos en tres categorías, según el conocimiento que tuvieran de la Trinidad de personas en Dios y de la divinidad del Mesías: 
1º Los Patriarcas, Profetas y hombres adelantados en santidad: tuvieron un conocimiento claro de este doble misterio; su fe en él fue explícita. 
2º Los Sumos Sacerdotes, y los más instruidos de los sacerdotes y doctores: tuvieron, a partir del estudio de las Escrituras y de los indicios en ellas contenidos, el conocimiento de estos dos misterios. Una señal clara de ello es el Sanedrín que condenó a Nuestro Señor: después de haber preguntado a Jesús si era el Cristo, y de contestarle El que sí, todos le preguntan: «Luego ¿tú eres el Hijo de Dios?» (Lc. 22 66-70). 
3º El pueblo y muchos de los sacerdotes y doctores: no conocieron explícitamente estos dos misterios, ni les fueron revelados por los que sí los conocían, porque el conocimiento de la Trinidad de personas y de la divinidad del Mesías fue transmitido siempre entre los Doctores de manera secreta y bajo términos más o menos ocultos, por temor a que el pueblo, siempre inclinado a la idolatría, adorase tres dioses; y porque la revelación clara de estos misterios a todas las gentes estaba reservada al Verbo de Dios encarnado. 

2º El título de «Hijo de Dios» en los Evangelios. 
Aunque en la Sagrada Escritura se da el nombre de «hijos de Dios» a los descendientes de Set (Gen. 6 2), a los ángeles (Job 1 6), a los pacíficos (Mt. 5 9), y a otros personajes, en el sentido de adopción o especial predilección por parte de Dios, Nuestro Señor, en los Evangelios, se atribuye a sí mismo ese nombre de manera nueva y exclusiva: 
• nueva: no es Hijo de Dios de la misma manera que los demás hombres justos, sino por naturaleza; El mismo distingue su filiación divina natural de nuestra filiación divina adoptiva, llamando a Dios «mi Padre» o «vuestro Padre», pero nunca «nuestro Padre»; 
• exclusiva, porque a nadie más conviene ser Hijo de Dios por naturaleza: sólo El es llamado «el Hijo de Dios». Este título, pues, significa y expresa sin ambigüedad la naturaleza divina de Cristo, sobre todo en los siguientes casos: 
1º Cuando así lo afirma Dios por sí mismo o por medio de uno de sus legados, vgr. en el bautismo de Jesús y en su transfiguración: «Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias» (Mt. 3 17), o por el arcángel San Gabriel: «Será llamado Hijo del Altísimo… Hijo de Dios» (Lc. 1 32 y 35), o por San Juan Bautista: 
«Doy testimonio de que El es el Hijo de Dios» (Jn. 1 34), o por Nuestro Señor mismo, las numerosísimas veces que se da a sí mismo el nombre de «el Hijo», llamando a Dios su Padre (Jn. 3 16-18), o en la parábola de los viñadores homicidas (Mc. 12 1-9). 
2º Cuando así lo confiesa alguien, y Nuestro Señor acepta y alaba esta confesión, vgr. Natanael: «¡Maestro!, tú eres el Hijo de Dios» (Jn. 1 49), San Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt. 16 16), Marta: «Creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios que has venido a este mundo» (Jn. 11 27). 
3º En las acusaciones que el Sanedrín lanza contra El: «Yo te conjuro de parte de Dios vivo, que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios. Respondióle Jesús: Tú lo has dicho, y aun os declaro que veréis después a este Hijo del hombre sentado a la diestra de la majestad de Dios venir sobre las nubes del cielo» (Mt. 26 63-64). Y que en este sentido lo entendían los Judíos que lo juzgaban, no nos permiten dudarlo los siguientes textos: «Los Judíos andaban tramando quitarle la vida porque no sólo violaba el sábado, sino que decía que Dios era Padre propio suyo, haciéndose igual a Dios» (Jn. 5 18); «no queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino por la blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces Dios» (Jn. 10 33). 
4º En la fórmula del bautismo: «Bautizad a todas las gentes en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Mt. 28 19).  En los demás casos, cuando el título de «Hijo de Dios» sale de boca de los demonios, o del centurión, o de otras personas, tal expresión no llega tal vez a designarlo como Hijo natural de Dios; pero incluso en tales casos, «Hijo de Dios» significa que se reconoce en Jesucristo una superioridad y trascendencia que, si no le hacía Dios, lo acercaba a la divinidad. 

3º Otros textos que prueban la divinidad de Cristo
 Además de los numerosos textos en que Jesús se llama «Hijo de Dios» o «el Hijo», hay otros textos en los Evangelios que afirman claramente la divinidad de Nuestro Señor. Así, por ejemplo, se nos afirma que es el Verbo, Dios: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios… Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros» (Jn. 1 1-14); se nos afirma la unión de Jesús con el Padre: «El Padre y Yo somos una misma cosa» (Jn. 10 30); en la oración sacerdotal Nuestro Señor afirma claramente su consustancialidad con el Padre: el resplandor o gloria de Jesús es la misma que la del Padre, ya antes de que el mundo fuese (Jn. 17 5); todas las cosas del Padre son del Hijo, y todas las del Hijo son del Padre (Jn. 17 10); El está en el Padre, y el Padre está en El (Jn. 17 21); El es una misma cosa con el Padre (Jn. 17 22). En estos textos queda afirmada sin ambigüedad ninguna la divinidad de Cristo, su preexistencia, sus especiales relaciones con el Padre, su unidad y consustancialidad con El. 

4º Otras pruebas de la divinidad de Nuestro Señor. 
 Además de afirmar ser el Hijo natural de Dios, Jesús lo confirmó en los Evangelios con gran variedad de pruebas. He aquí las principales: 
1º En primer lugar tenemos los milagros y profecías del mismo Jesús, como prueba de sus enseñanzas y afirmaciones. Taumaturgos y profetas hubo antes de Nuestro Señor; pero nunca hicieron milagros o profecías en nombre propio, ni para probar que eran Dios. Jesús sí. Y así decía a los judíos incrédulos: «Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, ya que no queréis darme crédito a Mí, dádselo a mis obras, a fin de que conozcáis y creáis que el Padre está en Mí, y Yo en el Padre» (Jn. 10 37-38). Y la señal que Jesús da a su generación mala e incrédula es la del profeta Jonás, esto es, la profecía de su muerte, sepultura y resurrección al tercer día, prueba concluyente de su divinidad (Jn. 2 19-22; Mt. 12 38-40).  
2º La preexistencia de Jesús antes de todas las cosas y su preeminencia sobre todas ellas: El es el Verbo de Dios que existe en Dios desde la eternidad y por quien han sido hechas todas las cosas (Jn. 1 1-3); antes de que Abraham fuese, El ya existe (Jn. 8 58); se dice a sí mismo más grande que Jonás y Salomón (Mt. 12 41-42); es el Señor del sábado, estando por encima de la misma Ley (Mt. 12 8); el Padre le ha dado poder sobre toda carne (Jn. 17 2); le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt. 28 18).  
3º En el orden espiritual se atribuye cualidades y poderes que sólo Dios tiene: el demonio nada puede sobre El (Jn. 14 30); está absolutamente libre de pecado (Jn. 8 46); perdona los pecados con escándalo de quienes saben que eso es atribución exclusiva de Dios (Lc. 7 49); se llama a sí mismo «la Luz del mundo», «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn. 8 12; 14 6); a su voz resucitarán todos los hombres (Jn. 5 25-29); se arroga, como el mismo Dios, el primer lugar en la jerarquía del amor (Mt. 10 37).  
4º La misma trascendencia de la doctrina dogmática y moral de Jesús lleva la marca de su divinidad. Nuestro Señor enseña un sistema total, orgánico, de doctrina religiosa; se atreve a retocar y perfeccionar la Ley de Moisés (Mt. 5 1748); enseña en nombre propio, aunque su doctrina la aprendió directamente de su Padre (Jn. 7 16-17; 17 8); lo que deja de enseñar a sus discípulos personalmente, lo hará su divino Espíritu, que el Padre les enviará en su nombre (Jn. 14 26) y que El mismo les enviará (Jn. 15 26; 16 7).  
5º Jesucristo funda una sociedad religiosa, la Iglesia, y lo hace sobre un pobre pescador como sobre firmísima roca (Mt. 16 18); le provee, a él y a los demás apóstoles, de amplísimos poderes en el orden doctrinal, judicial y de santificación (Mt. 18 18; 28 19; Jn. 20 21-23); les promete su asistencia hasta la consumación de los siglos (Mt. 28 20); y les traza maravillosos cuadros de sus tribulaciones y triunfos futuros (Mt. 10 y Jn. 16).  
Con todos estos argumentos, ya sea tomados uno por uno, ya en su conjunto, queda claramente probada la absoluta trascendencia de Nuestro Señor Jesucristo y su divinidad. 

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