El demonio es Protestante

Extractos del testimonio de la conversión al Catolicismo del pastor Luis Miguel Boullón 

«El demonio es protestante», fue la primera frase que pronuncié, tras mi conversión a la Iglesia católica, a quienes me escucharon por más de doce años como su pastor. El «escándalo» fue mayúsculo para esas pobres almas engañadas por los continuadores del ex-sacerdote católico Martín Lutero, que en 1521 fue excomulgado de la Iglesia Católica, la única Iglesia fundada por Jesucristo (Mt. 16 18).  

1º Primera confesión de mala fe
Todo empezó cuando yo me engarcé en una ronda de discusiones con un sacerdote católico, intentando defender la verdad de mi postura como protestante: la fe era la única que salvaba, y esa fe estaba contenida en la Biblia. 

– Pastor Boullón –me dijo el sacerdote católico–, no avanzaremos mucho discutiendo con la Biblia en mano. Ya sabe usted que el demonio fue el primero en todo crimen… y por eso también fue el primer «evangélico».  
Eso me cayó muy mal. ¡Me insultaba en la cara tratándome de demonio! Sin dejarme explicar lo que pensaba, se adelantó: 
– Sí, claro, el demonio fue el primer «evangélico». Recuerde que el demonio quiso tentar a Cristo con la Biblia en mano. 
– Pero Cristo le respondió con la Biblia… 
– Entonces usted me da la razón, Pastor. Los dos argumentaron con la Biblia, sólo que Jesús la utilizó bien… y le tapó la boca.  

Tomó su Biblia y me leyó lo que ya sabía: que cuando el Señor ayunaba, el demonio lo llevó a Jerusalén, y poniéndolo en lo alto del templo, le repitió el Salmo 90 11-12: «Porque escrito está que Dios mandó a sus ángeles que te guarden y lleven en sus manos para que no tropiece tu pie con piedra alguna». Pero el Señor le respondió con Deuteronomio 6 16: «También está escrito: “No tentarás al Señor tu Dios”». Y el demonio se alejó confundido. Yo también me alejé, como el demonio, confundido. Me sentía rabioso por haber sido llamado demonio… Creo que fue la plática más saludable de mi vida. 

2º La táctica del demonio
Llegué a casa rabioso, humillado y triste. No era posible que la misma Biblia pruebe dos cosas distintas. Forzosamente uno debe tener la razón y el otro malinterpreta. Busqué ayuda en la biblioteca. Consulté a varios autores tan «evangélicos» como yo, pero de otras congregaciones. No coincidíamos en las mismas cosas, pese a que todos utilizábamos la Biblia. 
Me armé de fuerzas y, a la primera oportunidad, caí sobre el despacho parroquial del Padre N. Le largué todo un discurso sobre la salvación por la fe y no por las obras. Concluí brillantemente –creo– con la necesidad de abandonar la Iglesia católica. Y cerré tomando la Biblia del cura y leyéndole Hechos 16 31: «“¿Qué debo hacer para salvarme?”, preguntó el carcelero. “Cree en el Señor Jesús –respondió Pablo– y te salvarás tú y toda tu casa”».  
Le miré desafiante, esperando su respuesta. Pasaron eternos minutos de silencio. Cuando carraspeé, el sacerdote me dijo:

– ¿Continuará la lectura de San Pablo? 
– Ya terminé, Padre. 
– ¿Cómo que ha terminado? ¡Continúe! Vaya a I Corintios 13 2.  
Leí en voz alta:
– «Aunque tanta fuera mi fe que llegare a trasladar montañas, si me falta la caridad, nada soy». 
– Entonces la fe… – La fe… la fe… la fe es la que salva.  
– ¡Vaya novedad! –me dice riendo–. No sé bien quién creó la estrategia protestante de argumentar con la Biblia, pero creo que bien pudieron ser los demonios, que ahora encontraron un buen medio para salvarse. 
– ¿Salvarse? 
–  Sí… salvarse, amigo mío. ¿Acaso no es el apóstol Santiago quien nos dice que «hasta los mismos demonios creen en Dios y tiemblan»? (Sant. 2 18). Y si sólo la fe salva…, los demonios, que creen también, ¿podrían entonces salvarse?… No se quede en silencio, Pastor… Si quiere seguir como el demonio, tentándome con la Biblia, le recuerdo que ahí mismo se nos dice que esa fe no salvará a los demonios, porque «como un cuerpo sin alma está muerto, la fe sin obras está muerta» (Sant. 2 26). Cuando al Señor se le pregunta qué debemos hacer para salvarnos, El dice: «Si quieres salvarte, guarda los mandamientos» (Mt. 19 17). Ahí tiene usted la respuesta completa.   

Me acompañó hasta la puerta y me dijo: 

– Le dejo con dos recomendaciones. La primera es que se cuide de sus hermanos de congregación. Ya sospechan de usted por venir tan seguido. La segunda es que vuelva usted cuando me traiga alguna cita bíblica –una sola me basta– en que se pruebe que sólo debe enseñarse lo que está en la Biblia.  Caminé a casa más preocupado por los comentarios que por el desafío. El desafío me parecía cosa fácil. 

3º La «sola Biblia» contradice a la Biblia. 
 Mientras buscaba una cita que respondiera al sacerdote, caí en la cuenta de que estaba en el meollo del asunto que me llevó a esa parroquia. «Si es la sola Biblia –me dije–, o se prueba por la Biblia o no se prueba».  No encontré nada. En años de ministerio, jamás me percaté de que lo central, esto es, que sólo debe creerse y enseñarse la doctrina contenida en la Biblia, no está en la Biblia. Al contrario, encontré numerosos pasajes bíblicos que le conceden a las doctrinas transmitidas por vía oral, por tradición, la misma autoridad que a las enseñanzas escritas en la Biblia. 

San Pablo escribe a Timoteo: «Lo que oíste de mí transmítelo a hombres fieles, los cuales serán aptos para enseñarlo a otros» (II Tim. 2 2). En la Biblia se lee que «la Iglesia del Dios viviente es columna y sostén de la verdad» (I Tim. 3 15), y no la Biblia manipulada por cualquier imprudente. San Pablo dice también: «Mantened firmemente las tradiciones en las que fuisteis adoctrinados, ya sea de viva voz, ya sea por carta nuestra» (II Tes. 2 15).  

Desde este punto en adelante, muchos otros cuestionamientos fueron surgiendo de las charlas con el Padre N. 

4º El precio de la fe y la despedida del amigo.  
Yo no me había percatado de que mis visitas al Padre habían despertado la desconfianza de mis fieles, en los que notaba censuras y reproches indirectos. Me decepcioné y angustié mucho. Necesitaba desahogarme, y lo hice con mi esposa. Ella, después de escucharme con atención, concluyó que debía alejarme inmediatamente del sacerdote católico y tratar de recuperar la confianza de mis feligreses. Eso era lo prioritario. Teníamos una obligación de fe y una familia que mantener. 

Dejar de ir a la parroquia fue más fácil para el cuerpo que para el alma: ese ambiente me atraía. Más difícil fue recobrar la confianza de mis fieles: me exigían que atacase más que nunca a la Iglesia para mostrar públicamente que no le guardaba ninguna simpatía. Esto me costó, pues debía predicar omitiendo aquellos puntos en que ya difería de mi anterior pensamiento. 
Durante varias semanas charlé con el buen Padre N. Yo daba vueltas en torno a un tema e intentaba responder a las sabias preguntas con que él me desafiaba. ¡Cómo detestaba tener que darle la razón! Primero destrozaba mis argumentos desde la lógica, dándome dos posibilidades: o quedar como un tonto, o verificar por mí mismo esa estupidez; sólo luego me invitaba a revisar el tema que yo trataba desde el punto de vista de las Escrituras.  

Recuerdo la fría mañana en que recibí un aviso telefónico del Padre, pidiéndome que lo visitara en un hospital de los alrededores. Allí fui sin pensar en las normas de cautela que tomaba para evitar que mis fieles se irritaran más conmigo, y me enteré del doloroso cáncer que padecía… La cabeza me daba vueltas… Sentía dolor por la partida de quien ya consideraba un amigo. Tomé una decisión: hacer pública nuestra amistad y visitarle a diario… La tensión comenzó a crecer hasta llegar a agresiones verbales y amenazas de quitarme el cargo y el sueldo. La pobreza amenazaba a mi familia. Fueron días de mucha angustia. 

Sabía que iba por el camino correcto. Incluso pensaba en hacerme admitir en la Iglesia católica. Pero la situación que me rodeaba era tan compleja que me paralizaba. Recé muchísimo y pedí el consejo del Padre N., que me recibió con mucha amabilidad y escuchó con atención mis problemas. Me habló de la fortaleza de esos mártires que no tuvieron en cuenta ni la carne, ni la sangre, ni las riquezas, sino que amaron la verdad y dieron público testimonio de su adhesión a la fe. «Más vale entrar en el Cielo siendo pobres, que irse al infierno por comodidades», sentenció. 

5º Mi conversión a la Iglesia católica.  
Por fin, como adelanté al principio, reuní a mis feligreses y les declaré mi conversión. «El demonio es protestante», les dije para abrir la charla. Luego hubo abucheos y no me dejaron terminar las explicaciones.  Más tarde reuní a mi familia y les expuse la situación. Mi esposa no discutió mucho: me expulsó de casa, y no volvió a admitirme ni como padre ni como esposo. El Padre N. tuvo muchas palabras para mí, pero lo que más me llegó fue su confesión de haber ofrecido su vida por la salvación de mi alma… Dios escuche las plegarias de mi buen amigo en el Cielo por mi esposa y mis seis hijos, para que a su tiempo vivan la vida de gracia de la santa fe.  Rogué al buen sacerdote que me preparara para abjurar mis errores y ser admitido en la Iglesia. Lo dispuso todo, y una mañana de abril de 2001 fui recibido en el seno de la Esposa de Cristo. Ese mismo mes de junio mi querido amigo entregaba su alma al Señor, siendo muy llorado por todos cuantos le conocimos mejor. Tras su partida la parroquia fue administrada por un sacerdote más cercano al estilo del predecesor liberal del Padre N.  

A veces me pregunto por la oportunidad de muchos cambios hechos más para contentar a los malos que para agradar a los buenos. Recuerdo que mi sacerdote amigo no era muy afecto a ceder ante nosotros, sino más bien a mostrarnos todas las banderas, aun las más radicales. Y éstas fueron precisamente las que más me indignaron, pero al mismo tiempo me atrajeron. Sé por propia experiencia y por la de tantos que han compartido conmigo sus testimonios de conversión, que esos coqueteos con el error no producen conversiones, o las pocas que producen son de un género muy distinto –superficiales y emocionales– de las verdaderas conversiones, las que producen santos.

Persevero en el amor a la Iglesia de siempre, y a esa doctrina de la que el Señor dijo que pasarían cielo y tierra antes que cambiase una sola jota. Ahora puedo acudir a los pies de María Santísima y pedir que, por amor a la divina Sangre de su amado Hijo, obtenga la conversión de los paganos, de los herejes y de los cismáticos, y que, haciendo triunfar a la Iglesia sobre sus enemigos, instaure la paz de Cristo en el reino de Cristo.

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