Práctica de la Modestia Cristiana

Puesto que la MORTIFICACIÓN EXTERIOR es la condición primera de la mortificación interior, detengámonos en ella, sobre todo en la guarda de los sentidos, la modestia cristiana y las penitencias aflictivas. Las tres se ordenan a librar un decisivo combate contra la concupiscencia de la carne, que tan desenfrenadamente campea en el mundo, persiguiendo los placeres carnales con una vehemencia que todo lo arrastra y devasta a su paso: honor, dignidad, fortuna, salud, caridad, religión y bienaventuranza eterna.

1º La guarda de los sentidos. 
La mortificación o guarda de los sentidos se ordena a controlar la actividad de los sentidos externos, que son los órganos materiales de conocimiento sensible: reciben las impresiones de las cosas exteriores a nosotros, y las presentan a la inteligencia, que a partir de ellas abstrae sus cualidades inteligibles. Estos sentidos son cinco: vista, oído, olfato, gusto y tacto.

La vista es el sentido que capta las cosas sensibles bajo el ángulo del color y de la figura. El oído es el sentido que percibe las cosas sensibles bajo el aspecto del sonido. El olfato, a su vez, percibe el olor sensible de las cosas. El gusto es el sentido que percibe los sabores. El tacto, finalmente, percibe las sensaciones agradables o desagradables en las cosas. 

La necesidad de mortificar los sentidos exteriores estriba en que ellos son las grandes avenidas del alma, los grandes proveedores de pensamientos y sentimientos; por eso, según estén bien o mal guardados, son puertas cerradas o puertas abiertas a la mayoría de tentaciones y pecados.  Esta mortificación tiene tres grandes ventajas:
• se encuentra al alcance de todos;
• no presenta ningún inconveniente para la salud;
• y es de gran eficacia contra la mayoría de los daños espirituales.

2º Práctica de la guarda de los sentidos. 
Como Dios le ha dado los sentidos al hombre para que le ayuden en su tendencia a conocer la verdad, su mortificación no consiste en suprimirlos, sino en santificarlos, substrayéndolos a los objetos malos a que se inclinan desordenadamente después del pecado, y proponiéndoles objetos buenos y virtuosos, según la naturaleza de cada sentido.
Y así: 
1º Mal custodiada, la vista se convierte:
• en fuente de disipación para el espíritu y el corazón, lo cual destruye la vida interior;
• y en fuente de tentaciones y de pecados contra la virtud de pureza: por no guardarla cayeron hombres que parecían de una virtud inconmovible. Mortificar la vista supone:
• prohibirse toda mirada mala, peligrosa e indiscreta; • renunciar a los espectáculos vanos e inútiles, fuentes de distracción y disipación;
• santificarla por la pureza de intención, fijándola sobre objetos que excitan la piedad y amor a Dios (imágenes religiosas, el crucifijo, etc.), y aprendiendo a bendecir y amar al Creador a partir de la creación, que deleita muchas veces nuestros ojos. 
2º Mal guardado, el oído entrega el alma a la influencia de los discursos malos, peligrosos o indiscretos, de lo cual se sigue a menudo:
• en el mundo, la ruina de la fe y de la pureza;
• entre cristianos, la ruina de la caridad fraterna y del respeto de la autoridad, que son los dos principios fundamentales de la vida y armonía de una parroquia o comunidad. Mortificar el oído supone:
• sustraerse a los discursos malos o indiscretos, cortando los chismes, críticas o murmuraciones; • evitar correr tras las noticias del mundo y conversaciones de pura curiosidad;
• y santificarlo prestándose a oír la palabra de Dios, cualquiera que sea su órgano exterior, y a las conversaciones edificantes. 
3º El olfato es el menos peligroso de los sentidos; con todo, la delicadeza excesiva de este sentido favorecería la sensualidad y la mundanería, y haría casi insoportables algunos sacrificios inherentes a ciertas obligaciones. Se mortifica el olfato soportando con paciencia y alegría todo lo que, en la vida en familia o en sociedad, o en el cumplimiento de ciertos deberes de estado, disgusta al olfato; y elevándose de las criaturas al Creador. 
4º La inmortificación del gusto engendra el vicio de la gula, que es la falta de moderación en el comer y en el beber, uno de los vicios más comunes de la pobre humanidad.
Para mortificar el gusto, es necesario: • evitar las formas generales de la gula, que son: comer fuera de horario; comer con exceso o avidez; dejarse llevar por el descontento por razón de la comida; • asimismo, aceptar de buen grado los ayunos y abstinencias que impone la Iglesia, u otras mortificaciones semejantes, como comidas mal preparadas o aderezadas, falta de algo, manjar que no es de nuestro gusto, etc.; • finalmente, transformar la comida en una obra de santificación, recibiendo el alimento como un don que Dios nos concede por María, y consagrando de antemano al solo servicio de Dios el crecimiento de vida que se obtiene por el alimento. 
5º El tacto es un sentido peculiarmente peligroso:
• porque se extiende a todo el cuerpo; • y porque, no mortificado, conduce directamente a los placeres de la carne y a todo lo que se encamina al vicio impuro: amor del bienestar y de la comodidad, pereza, temor del esfuerzo y de la fatiga. 
Para mortificar el tacto, es necesario: • evitar toda libertad exagerada, esto es, todo lo que podría ser ocasión de pecado, tentación, turbación o escándalo en relación a la bella virtud; • aceptar con buena cara las mortificaciones pasivas que Dios presenta en las enfermedades, inclemencias del tiempo, fatigas inherentes a los deberes de estado; • y añadir con discreción penitencias voluntarias, para domar la carne y someter el cuerpo al servicio del espíritu. 

3º La modestia cristiana. 
Por modestia entendemos aquí el mantenimiento ordenado de todo el exterior según las normas de la razón ilustrada por la fe. Recae, pues, sobre el propio cuerpo, y abarca un amplio conjunto de actitudes, tanto en privado como en público, que va desde el porte exterior y el modo de vestir nuestro cuerpo, hasta las miradas, gestos y posturas corporales.
Nada más normal ni más necesario que esta virtud:
• normal, pues debemos dar honra a Dios, no sólo con el alma y sus facultades, sino también con el cuerpo, que también de El hemos recibido;
• necesario, porque el cuerpo es el principal instrumento de las buenas obras que Dios reclama de nosotros, y sin ella no se podría salvar muchas veces ni la misma virtud interior del alma. 
Tres son los principios o fuentes de la modestia cristiana: 
1º El primero, de orden natural, es el respeto que todo hombre se debe a sí mismo, por la condición sagrada que reviste todo su ser, cuerpo y alma, creado como ha sido a imagen y semejanza de Dios. Modestia es entonces sinónimo de urbanidad, cortesía y buenos modales. 
2º El segundo principio, esta vez de orden sobrenatural, es el respeto debido a Dios, presente en nuestras almas por la gracia. La gracia convierte nuestras almas y nuestros cuerpos en verdaderos santuarios de Dios, y como tal hemos de tratarlos. En este sentido, la modestia cristiana es el ejercicio práctico de la presencia de Dios, en nosotros o en el prójimo.

«¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a él; porque el santuario de Dios es sagrado, y vosotros sois ese santuario» (I Cor. 3 16-17). 

3º Y el tercer principio, de carácter apostólico, es la edificación que todo cristiano debe a su prójimo, reflejando en el cuerpo las virtudes del alma, y evitando con cuidado que ese cuerpo sirva de tropiezo para los demás. La modestia se convierte entonces en una predicación muda, pero muy eficaz.

4º Práctica de la modestia.
He aquí algunas pautas prácticas de modestia cristiana: 
1º El hombre interior debe acostumbrarse a los buenos modales cristianos y a una buena compostura exterior:
• evitando en particular los gestos bruscos y descompasados, cruzar las piernas, reír estrepitosamente, el desaliño en el vestir o en el cabello;
• y manteniendo una postura digna tanto al estar sentado como al caminar y al descansar. 
2º Las señoras y señoritas tienen natural inclinación a mostrar su belleza y exhibir el propio cuerpo, dado que Dios ha dado a la mujer, como especial atributo, la belleza corporal. Pero eso mismo hace que, después del pecado original, las formas corporales sean más insinuadoras en la mujer que en el hombre, lo cual la obliga a ella a ocultarlas más recatadamente que al hombre, mediante el vestido y la compostura personal.

Recuérdese aquí que, además de la finalidad de defender al hombre de las inclemencias del tiempo y de las enfermedades, Dios le ha asignado al vestido la de cubrir y velar dignamente su cuerpo, disimulando convenientemente sus formas, a fin de que no sea objeto de tentación para los demás. 
3º Los padres de familia tienen la delicada función de inspirar el recato y el pudor a sus hijos, y sobre todo a sus hijas, velando por su vestido, su correcto comportamiento, y los modales con que se muestran a los demás. 
4º Finalmente, el medio por excelencia de practicar habitualmente la modestia es mantenerse: • en una fe viva en la presencia de Dios en todas partes, pero muy especialmente en nosotros y en quienes nos rodean;
• en el sentimiento de nuestra total pertenencia a María, y de la obligación que tenemos de reflejar sus virtudes a nuestro alrededor («os conjuro, si amáis a María y queréis agradarla, a que imitéis su modestia», decía San Bernardo);
• en la conciencia de nuestra misión apostólica de multiplicar los verdaderos cristianos por el ejemplo: un buen apóstol de Jesús y María da una lección con cada una de sus palabras, gestos, miradas o actitudes.

5º Las penitencias aflictivas. 
Por penitencias aflictivas entendemos las mortificaciones exteriores de alguna importancia, como ayunos, vigilias y otras austeridades, que tienen la finalidad de castigar el cuerpo para domarlo y reducirlo a servidumbre.  Las penitencias aflictivas son excelentes para calmar el cuerpo y reducirlo al silencio, cuando se vuelve demasiado exigente o se rebela contra el espíritu; y para estimular la generosidad, el fervor y la piedad. 

Con todo, hay que usar de ellas con discreción, esto es: 
• teniendo en cuenta las propias fuerzas físicas y las inspiraciones divinas; 
• usando de gran apertura de alma y de perfecta obediencia al director espiritual, sin cuyo permiso no hay que practicar ninguna penitencia aflictiva de importancia; 
• evitando todo exceso que pudiese convertirse en un estorbo para cumplir bien los deberes de estado; 
• y orientando estas mortificaciones exteriores a adquirir una mayor mortificación interior, sin la cual no sólo no tendrían gran utilidad, sino que podrían ser causa de ilusiones y de orgullo.

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