Pecado y Penitencia del rey David

El pecado y la penitencia del rey David (2 Reyes 11-12) es un episodio lleno de lecciones para todos nosotros. 
1º El rey David antes de su pecado. 
El rey David fue objeto de innumerables favores por parte de Dios: • lo mandó ungir como rey, en lugar del prevaricador rey Saúl; • lo hizo salir vencedor contra Goliat; • lo protegió contra Saúl, de quien escapó por dos veces, y a quien en otras dos ocasiones puso en sus manos, pudiendo acabar con él; • a la muerte de Saúl, todo Israel lo reconoce por rey; • por él Dios otorgó numerosas victorias al pueblo elegido contra sus enemigos filisteos, moabitas y amonitas; • Dios le hizo la promesa de establecer su trono eternamente, y de hacerlo, por lo tanto, padre del Mesías; • lleno de celo, David preparó la construcción de un suntuoso templo para Dios, organizó el servicio divino, compuso numerosos salmos… 
¡Cómo desearíamos también nosotros haber llevado una vida santa y pura como la del joven David en sus primeros años! No haber caído nunca, haber dado siempre altos ejemplos de virtud, ser modelos de santidad para cuantos nos viesen… Sin embargo, Dios no lo quiso así, ni para nosotros ni para David, pues después del pecado original no deja de haber ahí una causa de orgullo y amor propio; y el hombre que en su vida espiritual no siente su propia miseria, no se conoce verdaderamente, ni está en condiciones de saber exactamente que la santidad no se le debe a él, sino sólo a la misericordia de Dios, que concede su gracia para que venzamos.  
¿Quién había de pensar que un hombre tan piadoso y favorecido de los dones divinos como él, «un hombre conforme al corazón de Dios», hubiese de titubear en el temor de Dios y en la virtud, y ser infiel al Señor? Sin embargo, eso es lo que sucedió. David, alimentando secretamente un cierto amor propio, se apoyó demasiado en sus propias fuerzas; se glorió en sí mismo, y no en Dios; descuidó la vigilancia necesaria; no acudió prontamente a Dios en la tentación; y cayó en adulterio y homicidio. 

2º Pecado del rey David. 
El invierno había interrumpido la campaña contra los amonitas. Para terminarla, envió el rey David en la primavera a Joab con todo el ejército. Los israelitas asolaron todo el país enemigo y sitiaron su capital, Rabat-Ammón. David, sin embargo, se quedó en Jerusalén. Paseándose cierto día después de la siesta por el terrado de su palacio, vio en la proximidad a una mujer que se bañaba. 
Pues bien: 
• Descuidando el control de sus ojos, se detuvo a mirar a una mujer que se estaba lavando, en atuendo poco modesto. 
• La pasión encendió al punto en él el deseo de saber quién era. Le informaron que se llamaba Betsabé, y estaba casada con Urías, uno de los valientes generales de David que en ese momento estaba luchando contra los amonitas. Aun así, mandó traerla a palacio. 
• El mismo hecho de saber que era mujer casada no le hizo refrenar sus malos deseos, sino que, cegado por la pasión, cometió adulterio con ella. 
• Luego, al quedar encinta la mujer, David quiso atribuir a su marido el hijo concebido de él. Para eso, hizo llamar a Urías bajo el pretexto de informarse del estado de la campaña militar, y lo invitó a reponerse en su casa y a estar unos días con su mujer; de este modo, la gravidez de Betsabé sería totalmente explicable, y nada dejaría sospechar el adulterio del rey. Pero Urías, hombre de nobles sentimientos, le respondió diciendo que mientras el Arca de Dios y todo Israel habitase en tiendas, por estar haciendo la guerra, él no entraría en su casa para beber, comer y dormir con su mujer. • David, viendo que no podía disuadir a Urías de su noble decisión, recurrió entonces a un medio degradante: emborrachó a Urías en un banquete, a fin de que, en medio de su borrachera, se olvidase de su determinación y durmiese en su casa con su mujer. Pero Urías, aunque bebido más de la cuenta, conservó suficiente lucidez como para ser fiel a su juramento. 
• Como la lealtad de Urías le impedía conseguir su designio, no dudó en acusarlo de un crimen grave, y condenarlo a muerte sin encuesta y sin juicio. 
• David llevó su cinismo hasta el punto de hacer que el mismo Urías llevase a Joab la carta que decretaba su propia muerte. En esa carta David explicaba a Joab que Urías, por un grave crimen, debía morir; pero para no llamar la atención de los soldados, bastaría ponerlo en la parte más difícil del combate, y que en el ataque enemigo lo dejasen solo, para que el enemigo le diese muerte. Así sucedió, y Urías cayó gloriosamente en el combate. 
• Finalmente, David permaneció endurecido en su pecado, sin arrepentirse; pues al recibir la noticia de la muerte de Urías, esperó a que acabase el luto de Betsabé por la muerte de su marido, la condujo a palacio y la tomó por esposa; la cual, al cabo de nueve meses, le dio a luz a un hijo, el cual ya había nacido cuando el profeta Natán vino a reprenderlo por su pésimo crimen.  

Sabiendo Natán que de nada serviría reprender a David increpándolo directamente («¡Criminal, adúltero, asesino! ¡Dios te colma de favores, y tú violas de esta manera sus mandamientos!»), le vino a presentar un caso para que David juzgase y dictase contra sí su propia sentencia: «Había dos hombres en una ciudad, el uno rico y el otro pobre. El rico tenía bueyes y ovejas en abundancia; mas el pobre nada poseía sino una ovejita, comprada y criada por él, la cual había crecido juntamente con sus hijos, comiendo de su pan, bebiendo de su vaso y durmiendo en su regazo; y era para él como una hija. Mas como hubiese llegado un forastero a casa del rico [el espíritu de fornicación], éste, por ahorrar de sus ovejas y bueyes, tomó la oveja del pobre y la aderezó para festejar a su huésped». Irritado David sobremanera contra ese hombre, dijo a Natán: «Vive Dios, que es reo de muerte el hombre que tal cosa hizo, y pagará cuatro veces la oveja». Mas Natán le replicó: «Ese hombre eres tú. Esto dice el Señor Dios de Israel: Yo te ungí por rey sobre Israel, y te libré de la mano de Saúl, y te di la casa de Judá y de Israel, y si esto es poco puedo aún añadir mayores cosas. ¿Por qué, pues, despreciaste la palabra del Señor para hacer lo que es malo en mi presencia? Has dado la muerte a Urías por la espada de los hijos de Amón, y has tomado por mujer a la que era su esposa».  
Estas palabras se clavaron en el corazón de David, que por primera vez en tanto tiempo comprendió la malicia de su pecado. Bajando del trono, depuso su corona, y, postrado en tierra ante todos sus oficiales, dijo: «He pecado contra el Señor».  ¡Cuánto bien sacó Dios de este pecado de David! • El arrepentimiento más sincero; • la humildísima confesión de su falta; • la confianza en Dios y la desconfianza en sí mismo; • el conocimiento de la misericordia de Dios, y el conocimiento de su propia miseria; • la súplica ardiente; • las promesas de una vida santa; • la compasión hacia los demás; • la vigilancia sobre sí mismo; • la penitencia por la vida pasada… 
En este pecado, David nos aprovecha más que en su anterior vida virtuosa; pues, como afirma San Ambrosio, se nos enseña que también los santos cayeron a veces, porque fueron hombres; y cayeron más por debilidad de su naturaleza que por deseo de caer. Si su carrera no hubiese estado manchada de alguna falta, hubiésemos podido pensar que eran superhombres, y que no eran imitables; y así nos hubiésemos desanimado en el camino de la santidad al ver tanta distancia entre ellos y nosotros. Pero por su caída y la santidad posterior que alcanzaron después de ella, somos amonestados a cambiar de vida como ellos lo hicieron, y a estimar posible la santidad. 

3º Penas del rey David después de su pecado. 
Tal vez falta disipar otra trampa del amor propio: querríamos, sí, imitar a David en el dolor de las faltas y en la humillación que se sigue de ellas; pero, apenas perdonados, querríamos también sentir de nuevo los consuelos de Dios, y nos desanimamos al ver que nuestras faltas pasadas nos obstaculizan el camino de la virtud. Querríamos humillarnos a lo grande, brillantemente. Para disipar esa ilusión, fijémonos de nuevo en David.  
Dios le perdona su pecado, pero le anuncia que lo castigará con penas, por haber faltado contra El y haber causado escándalo en todo Israel.  
• El hijo que le ha nacido morirá.  
• Por ese pecado David perderá su fama en todo Israel (imaginemos los comentarios del pueblo al enterarse del reproche de Natán a David). 
• Su propio hijo Amnón, el primogénito, violará a su propia hermana, Tamar, y David no se atreverá a corregirlo (¿con qué cara lo haría?).  
• Absalón, el tercero de sus hijos, matará a Amnón para vengar a Tamar; y luego de rebelarse contra él, David lo recuperará muerto por sus tropas. 
También nosotros debemos aprender a llevar y combatir nuestra miseria con dolor, sin brillo, pues somos incapaces de grandes cosas, y la humildad nos exige reconocerlo. Sin embargo, debemos aceptar todas esas penas interiores con la confianza puesta en la misericordia de Dios, que sabe de qué barro estamos hechos, y en la sabiduría de Dios, que ha preferido forjar nuestra santidad, no a partir de grandes virtudes, sino a partir de grandes miserias. Dios podría haber creado al hombre a partir del diamante o del oro, pero prefirió crearlo a partir del barro. Dios podría también haber labrado nuestra santidad a partir de acciones grandes, de hermosos actos de caridad, de fe, de templanza, pero prefirió elaborarla a partir del barro de nuestra miseria. San Pedro, San Pablo, el mismo David, son ejemplos del poder de la gracia, que no ha perdido hoy su eficacia. Seremos santos si sabemos humillarnos, mantenernos anonadados en presencia de Dios, y penitentes de nuestra mala vida pasada.  
David llegó a la santidad a pesar de su falta: «Dios perdonó su falta, y ensalzó su frente para siempre» (Eclo. 47 11); es más, diríamos que no hubiese llegado a la santidad sin las virtudes y sentimientos interiores que esa falta le obligó a tener. Su fiesta se celebra el 29 de diciembre. Tomémoslo como intercesor y como ejemplo. 

Conclusión. 
Pidámosle, pues, al Señor, por intercesión de San David, rey y profeta: • la gracia de ser humildes y de conocer nuestra propia miseria, para no caer en el escollo del amor propio; • la gracia de saber llorar nuestras faltas como él las lloró: con vivo arrepentimiento, con confianza en Dios, con sincera penitencia, con promesas de una vida más santa; • la gracia de no desesperar jamás de la santidad, sino de tender a ella con constancia, creyendo en el poder de la gracia; para que, habiéndonos aprovechado en este valle de lágrimas de nuestro propio barro, tengamos un día el consuelo de vernos ante Dios con una vida santa por toda la eternidad.

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