El amor de Dios por nosotros

Amemos nosotros a Dios, 
porque Dios nos amó primero. 
(I Jn. 4 19) 

Viendo Dios que los hombres se dejan atraer por los beneficios, quiso, mediante sus dádivas, cautivarlos a su amor, y prorrumpió: «Con cuerdas humanas los atraeré, con lazos de amor» (Os. 2 4). Quiero obligar a los hombres a amarme con los lazos con que ellos se dejan atraer, esto es, con los lazos del amor; que no otra cosa son todos los beneficios que Dios hizo al hombre. Después de haberlo dotado de alma, imagen perfectísima suya y enriquecida de tres potencias, memoria, entendimiento y voluntad, y haberle dado un cuerpo hermoseado con los sentidos, creó para él el cielo y la tierra y cuanto hay en ellos: las estrellas, los planetas, los mares, los ríos, las fuentes, los montes, los valles, los metales, los frutos y todas las especies de animales, a fin de que, sirviendo todas estas cosas al hombre, el hombre amase a Dios en correspondencia y agradecimiento a tantos beneficios. 

1º Nadie nos ha amado tanto como Dios. 
Considera pues, ante todo, que Dios merece tu amor, porque El te amó antes que tú le amases, y es el primero de cuantos te han amado (Jer. 31 3). Los que primeramente te amaron en este mundo fueron tus padres, pero no sintieron ni pudieron tenerte amor sino después de haberte conocido; mientras que Dios te amaba ya antes de que tuvieras el ser. No habían nacido ni tu padre ni tu madre, y Dios ya te amaba.  ¿Y cuánto tiempo antes de crear el mundo comenzó Dios a amarte?… ¿Quizá mil años, mil siglos antes?… No contemos años ni siglos. Dios te amó desde la eternidad (Jer. 31 3). En suma: desde que Dios fue Dios, te ha amado siempre; desde que se amó a Sí mismo, te amó también a ti. Con razón decía la virgen Santa Inés: «Otro amante me cautivó primero». Cuando el mundo y las criaturas la requerían de amor, ella respondía: «No, no puedo amaros. Mi Dios es el primero que me amó, y es justo que a El solo consagre mis amores»
De suerte, hermano mío, que eternamente te ha amado tu Dios; y sólo por amor te escogió entre tantos hombres como podía crear, y te dio el ser y te puso en el mundo, y además formó innumerables y hermosas criaturas que te sirviesen y te recordasen ese amor que El te profesa, y el que tú le debes ahora. «El Cielo, la tierra y todas las criaturas –decía San Agustín– me invitan a que te ame». Cuando el Santo contemplaba el sol, la luna, las estrellas, los montes y ríos, le parecía que todos le hablaban, diciéndole: «Ama a Dios, que nos creó para ti a fin de que le amases». El Padre Rancé, fundador de los Trapenses, no veía los campos, fuentes y mares sin recordar, por medio de esas cosas creadas, el amor que Dios le tenía. 
También Santa Teresa decía que las criaturas le reprochaban la ingratitud para con Dios. Y Santa María Magdalena de Pazzi, no bien contemplaba la hermosura de alguna flor o fruto, sentía el corazón traspasado con las flechas del amor de Dios, y exclamaba: «¡Desde toda la eternidad ha pensado el Señor en crear estas flores a fin de que yo le ame!».  Considera, además, con qué singular amor hizo Dios que nacieses en el pueblo cristiano y dentro del gremio de la Santa Iglesia. ¡Cuántos nacen entre idólatras, judíos, mahometanos o herejes, y por ello se pierden!… Pocos son los hombres que tienen la dicha de nacer donde reina la verdadera fe, y el Señor te puso a ti entre ellos. ¡Oh, qué gran don es la fe! ¡Cuántos millones de almas no disfrutan de sacramentos, ni sermones, ni ejemplos de hombres santos, ni de los demás medios de salvación que la Iglesia nos proporciona!  Y Dios quiso concederte a ti todos esos grandes auxilios sin mérito alguno por tu parte, antes bien, previendo tus deméritos. Al pensar en crearte y darte esas gracias, ya preveía las ofensas que habías de hacerle. 

2º Dios nos ama hasta el extremo 
de darse totalmente a nosotros. 
Y no solamente nos dio el Señor tantas hermosas criaturas, sino que no vio satisfecho su amor hasta que se nos dio y entregó El mismo (Gal. 2 20). El maldito pecado nos había hecho perder la divina gracia y la gloria, haciéndonos esclavos del infierno; pero el Hijo de Dios, con asombro del Cielo y de la tierra, quiso venir a este mundo y hacerse hombre para redimirnos de la muerte eterna, y conquistarnos la gracia y la gloria que se habían perdido. 
Maravilla sería que un poderoso monarca quisiera convertirse en gusano por amor de estos míseros seres. Pues infinitamente más debe maravillarnos ver a Dios hecho hombre por amor a los hombres. «Se anonadó a Sí mismo tomando forma de siervo…, y reducido a la condición de hombre…» (Flp. 2 7). ¡Dios en carne mortal! «Y el Verbo se hizo carne» (Jn. 1 14)…  
Pero nuestro asombro y pasmo crece al considerar lo que después hizo y padeció por amor nuestro el Hijo de Dios. 
Bastaba para redimirnos una sola gota de su preciosísima Sangre, una lágrima suya, una sola oración, porque esta oración de persona divina tenía infinito valor y era suficiente para rescatar el mundo, e infinitos mundos si los hubiera. Mas, dice San Juan Crisóstomo, «lo que bastaba para redimirnos no era bastante para satisfacer el amor inmenso que Dios nos tenía». No quiso únicamente salvarnos, sino que le amásemos mucho, porque El mucho nos amó, y para lograrlo escogió vida de trabajos y de afrentas, y muerte amarguísima entre todas las muertes, a fin de que conociésemos su infinito y ardentísimo amor hacia nosotros. «Se humilló a Sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp. 2 8).  
¡Oh exceso de amor divino, que ni los ángeles ni los hombres llegarán nunca a comprender! «Exceso» le llamaron en el Tabor Moisés y Elías, refiriéndose a la Pasión de Cristo (Lc. 9 31). «Exceso de dolor, exceso de amor», dice San Buenaventura. Si el Redentor no hubiera sido Dios, sino un deudo o amigo nuestro, ¿qué mayor prueba de afecto podría habernos dado que la de morir por nosotros? Ya que «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn. 15 13).  
Si Jesucristo hubiese tenido que salvar a su mismo Padre, ¿qué más pudiera haber hecho por amor a El? Si tú, hermano mío, hubieses sido Dios y creador de Cristo, ¿qué otra cosa hiciera por ti sino sacrificar su vida en un mar de afrentas y dolores? Si el hombre más vil de la tierra hubiese hecho por ti lo que hizo el Redentor, ¿podrías vivir sin amarle? 
¿Crees en la Encarnación y muerte de Jesucristo?… ¿Lo crees y no lo amas? ¿Y puedes siquiera pensar en amar otras cosas fuera de Cristo? ¿Acaso dudas de que te ama?… «¡Pero si El vino al mundo –dice San Agustín–, para padecer y morir por ti, a fin de patentizarte el amor que te tiene!».  Tal vez antes de la Encarnación del Verbo el hombre pudiera dudar de que Dios le amase tiernamente; pero después de la Encarnación y muerte de Jesucristo, ¿cómo puede siquiera dudar de ello? ¿Con qué prueba más clara y tierna podía demostramos su amor que con sacrificar por nosotros su vida?… Tal vez estamos demasiado acostumbrados a oír hablar de creación y redención, de un Dios que nace en un pesebre y muere en una cruz… ¡Oh santa fe, ilumina nuestras almas! 

3º Dios nos amó hasta el punto
de morir por nosotros. 
Se aumentará en nosotros la admiración si consideramos el deseo vehementísimo que tuvo nuestro Señor Jesucristo de padecer y morir por nuestro bien. «He de ser bautizado con el bautismo de mi propia sangre, y muero de deseo por que llegue pronto la hora de mi Pasión y muerte, a fin de que el hombre conozca el amor que, le tengo». Así decía el Hijo de Dios en su vida terrena  (Lc. 12 50). Por eso mismo exclamaba en la noche que precedió a su dolorosa Pasión: «Ardientemente he deseado celebrar esta Pascua con vosotros» (Lc. 22 15). 
«Pareciera que nuestro Dios no puede saciarse de amor a los hombres», escribe San Basilio de Seleucia.  ¡Ah Jesús mío! ¡Los hombres no os aman porque no ponderan el amor que les profesáis! ¡Oh Señor!, el alma que piensa en un Dios muerto por su amor, y que tanto deseó morir para demostrarle la grandeza del afecto que le tiene, ¿cómo es posible que viva sin amarle?…  
San Pablo dice que lo que nos obliga y casi nos fuerza a amar a Jesucristo no es tanto lo que hizo y padeció por nosotros, sino más bien el amor que nos demostró al padecer por nosotros (II Cor. 5 14). Considerando este alto misterio, San Lorenzo Justiniano exclamaba: «Hemos visto a un Dios enloquecido de amor por nosotros». Y, en verdad, si la fe no lo afirmase, ¿quién pudiera creer que el Creador haya querido morir por sus criaturas?… 
Santa Magdalena de Pazzi, en un éxtasis que tuvo llevando en sus manos un Crucifijo, llamaba a Jesús «loco de amor». Y lo mismo afirmaban los gentiles cuando se les predicaba la muerte de Cristo, que les parecía increíble locura, según el testimonio del Apóstol: «Predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (I Cor. 1 23). ¿Cómo –decían– un Dios felicísimo en Sí mismo, y que de nadie necesita, pudo venir al mundo, hacerse hombre y morir por amor a los hombres, criaturas suyas? Creer eso equivale a creer que Dios enloqueció de amor…  
Y con todo, es de fe que Jesucristo, verdadero Hijo de Dios, se entregó a la muerte por amor a nosotros. «Nos amó y se entregó a Sí mismo por nosotros» (Ef. 5 2). ¿Y para qué lo hizo así? Lo hizo «a fin de que no viviésemos para el mundo, sino para aquel Señor que por nosotros quiso morir» (II Cor. 5 15). Lo hizo para que el amor que nos mostraba ganase todos los afectos de nuestros corazones. Por eso los Santos, al considerar la muerte de Cristo, tuvieron en poco el dar la vida y darlo todo por amor de su amantísimo Jesús. ¡Cuántos ilustres varones, cuántos príncipes, abandonaron riquezas, familia, patria y reinos para refugiarse en los claustros y vivir en el amor de Cristo! ¡Cuántos mártires le sacrificaron la vida! ¡Cuántas vírgenes, renunciando a las bodas de este mundo, corrieron gozosas a la muerte para recompensar como les era dado el afecto de un Dios que murió por amarlas!…  Y tú, hermano mío, ¿qué has hecho hasta ahora por amor a Cristo?… Así como el Señor murió por los Santos, por San Lorenzo, por Santa Lucía, por Santa Inés…, también murió por ti… ¿Qué piensas hacer, siquiera en el resto de tus días, que Dios te concede para que le ames? Mira a menudo y contempla la imagen de Jesús crucificado; recuerda lo mucho que El te amó, y di en tu interior: «Dios mío, ¿conque Vos habéis muerto por mí?». Haz siquiera esto; hazlo con frecuencia, y así te sentirás dulcemente movido a amar a Dios, que tanto te ama. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Lecc XXII EXPLICACION DE DIOS (1)

LA VIDA INTERIOR

Lecc 21 EXISTENCIA DE DIOS (4)