Jesús y nuestra humanidad

Entresacado del libro 
«Elevaciones sobre la vida y la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo»
de Monseñor Charles Gay: Elevación 4

Si Dios se hubiera dignado tan sólo mirarnos una vez en uno de esos innumerables momentos en que, bajo su ojo eterno, se desarrolla la sucesión de todas las existencias creadas, sería ya una gracia digna de una gratitud infinita. Pero el caso es que El no se limitó a mirarnos, ni se contentó con sonreírnos, hablarnos, amarnos, bendecirnos, gracias todas ellas inmensamente mayores que una simple mirada; sino que quiso venir a nosotros, bajar hasta nosotros El mismo en persona, y luego darse y entregarse a nosotros, asimilándose cuanto pudo a nosotros, hasta el punto de que, al hablar de él, cada uno de nosotros puede decir: Tú eres mi bien, mi porción, mi herencia. El es nuestro bien mucho más que nuestros campos, nuestras casas y todo lo que pueda pertenecernos aquí en la tierra. 

1º Cómo debería haber sido, y cómo fue de hecho, la venida de Jesús hasta nosotros. 
¡Todavía si, resolviéndose a venir a nosotros, hubiese El venido sin molestia alguna, o, al menos, sin sufrimiento, como un rayo celestial que ilumina un lugar bajo y oscuro! Pero no: El solo podía venir asumiendo de antemano muchísimas penas y dolores. Debía verse forzado a conquistar y como a ganarse palmo a palmo ese dominio de la humanidad del que ya era Dueño y Señor indiscutible, y, como si careciera de otros derechos, obligarnos a abrirle sin demora y a entregárselo sin reserva a fuerza de sus extraordinarios beneficios y de la imperiosa necesidad que de El tenemos nosotros. Pues bien, quiso aceptar estas condiciones; y esa violencia, que tan malvadamente se le exigía, ni siquiera dejó que recayera sobre nosotros, sino que El la sufrió personalmente y se la impuso el primero.  
Pareciéranos verlo bajar del cielo como un rocío de verdad, de pureza, de bondad y de amor; o como un Esposo real, casto, radiante, benéfico, lleno de incentivos, de atractivos y de ardor; hermoso con una belleza indescriptible, la cual, aliada con una bondad sin límites, debía asegurarle, a no dudarlo, un recibimiento caluroso y entusiasta. Nuestro buen Jesús penetraría así inmediata y fácilmente en su querida Creación como la luz del sol penetra en el cristal, como la evidencia penetra en la mente, como el amor penetra en el corazón. Todo camino se aplanaría y dilataría ante él. El mismo se adelantaría rápidamente como un torrente cuyo lecho está vacío; se derramaría por todas partes como un diluvio atraído por abismos abiertos; lo consumiría todo como un fuego en el que vendría a echarse de sí mismo todo lo que puede y debe servirle de pasto.  
¡Ay! Todo, por desgracia, debía sucederle de muy distinto modo. En lugar de hallar vía libre, se topa con una barrera, choca con una muralla; por todas partes le cierran las puertas, todo el mundo está a la defensiva; y la común respuesta a su deseo de entrar es una negativa rotunda a dejarlo pasar, expresada en términos hostiles, con enojo, a veces con desprecio. 

2º La Virgen acogió al Verbo en su venida. 
¿Habrá sido acaso Satanás, armado del derecho que le otorgó nuestro pecado, el primero en gritarle que se detenga, y en interponerse en su camino? Pronto debía hacerlo, es cierto, ya que él es «el príncipe de este mundo» (Jn. 14 30), y vigila estrechamente la entrada. Pero, gracias sean dadas a Dios mil y mil veces, no es a este demonio a quien el Verbo, viniendo a encarnarse, encuentra el primero en su camino; sino a la criatura más privilegiada, a la primera predestinada, a la Inmaculada, a la Santísima Virgen.  
María está por delante de todos, antes que el diablo, antes que Adán. Siendo la Eva del nuevo Adán, de quien ante todo es Madre, Ella está, por El y con El, a la cabeza de todas las criaturas; no en el orden del tiempo, sino en el orden de la excelencia. Ella, inmediata y primariamente, es de Dios y para Dios, refiriéndose completamente a El antes de poder tener ninguna otra relación con quienquiera que fuese. Ella entra en los planes y designios de Dios a un rango y para un ministerio que superan casi infinitamente los grados que ocupan, y las funciones de que están encargados, tanto los hombres más santos como los ángeles más sublimes. Poco importa que Ella ingrese en este orden por vía de redención, siendo hija de Adán pecador, y quedando preservada de la mancha original tan sólo por la aplicación anticipada de los méritos del Salvador. Aun así, por su predestinación eterna a la divina maternidad, Ella ha sido constituida antes que todos los demás, de modo a ser la primera a la que el Verbo encontrara, y encontrara sola, en la cima de esta creación a la que su misericordia lo hace descender.  
A través de Ella, pues, Jesús entra a nosotros. Y tan pronto como El se presenta, Ella lo acoge, Ella lo adora; humilde, dócil, pura, amante, Ella se abre y se entrega a El según toda la extensión de sus voluntades tres veces santas, de sus derechos soberanos, y, en cuanto ello es posible, de su ser.  ¡Salvador mío! Que María fuese lo que era, que estuviese colocada tan alto y pudiese cumplir hacia Ti esta justicia necesaria, sin duda era una gracia: gracia para Ella misma, gracia también para nosotros. Pero como Ella era tu obra maestra, Tú la amabas con un amor supremo y encontrabas en Ella complacencias sin número. ¡Oh Jesús, Dios amor, Dios dado por amor, qué dulce es pensar que el corazón de esta Virgen fue tu primera etapa en este viaje inaudito que emprendías hacia nuestra nada, resuelto incluso, para salvar a los pecadores –esto es, a todos nosotros–, a llegar hasta el pecado, o al menos hasta la forma y semejanza del pecado, y finalmente a todo ese estado vergonzoso y doloroso a que el pecado nos ha reducido!

3º Camino que se presentó ante Jesús en su venida. 
¡Pero de María a nosotros, gran Dios, qué distancia quedaba todavía por franquear! Satanás, que no podía deslizarse entre Ella y Jesucristo, y que no lograba penetrar en su misterio, al verlos a ambos así indisolublemente unidos, les salió directamente al paso. Nuestro pecado, supuestamente, le otorgaba a él un derecho. Empezó, pues, a gritarle a la Vida que venía, que el pecador debe morir; a la Bienaventuranza que se ofrecía, que el pecador merece una reprobación eterna; y que esto es así en virtud de una sentencia divina, que no puede revocarse.  
¡Jesús mío!, Tú no dijiste que no; ya que este mentiroso, haciendo por una vez uso de tus propias palabras, decía la verdad. Te callaste; pero, conociendo tus recursos, siendo consciente de tus planes, diste comienzo al trayecto. El camino se te volvió áspero; estaba totalmente rodeado y erizado de espinas; en él abundaban las piedras; hacía un frío hasta quedar congelado; una tremenda oscuridad lo envolvía por completo, y por él se deslizaban terribles fantasmas. El cielo que iluminaba este camino estaba cargado de tormentas, y el rayo, un rayo inevitable, amenazaba con estallar a cada momento. Aquí y allá se ofrecían terribles abismos, montañas escarpadas, bosques cerrados, pantanos infectos y asquerosos. Las sombras dejaban entrever, ya preparados, festines de oprobios en que sería necesario sentarse y comer hasta la saciedad; cálices espantosos, llenos de licor amargo y repulsivo, que, sin embargo, había que apurar hasta las heces. Belén y el Pesebre; Egipto con su extrema pobreza; Nazaret y el trabajo oscuro; Jerusalén con la contradicción, la impiedad, la mentira, el odio y la blasfemia; Getsemaní con la agonía, el sudor, la traición; el Pretorio con los azotes y la corona de espinas; el Calvario con la Cruz; el Sepulcro con el sudario y las lágrimas ardientes de María: ese, ese era el itinerario trazado por mano divina, solemne como una ley, y el único camino para alcanzar la meta.  
¡Qué meta, gran Dios: criaturas indignas, ingratas, cobardes, manchadas, miserables, como yo, por ejemplo!  
Tú lo sabías, Tú lo veías, y... decidiste pasar sin embargo. Y si, llegando al término del recorrido y estableciéndote entre nosotros en esa apariencia de viajero agotado, de víctima inmolada, de amante a quien el amor ha hecho perder el juicio; si entonces no nos negamos decididamente a abrirte la puerta de nuestro corazón, con eso Tú te consideras suficientemente pagado, pareces dichoso, y nuestra alma, pasmada, oye salir de tu boca un agradecimiento. 

4º Correspondencia debida a Jesús por su venida. 
¡Salvador mío! ¿Cuánto vale tu presencia? Tu presencia es ya el cielo. Pero una presencia y una donación de Ti tan deseada de Ti mismo, querida primero sin nosotros y tan a pesar de nosotros mismos, ¿cuánto podrá valer? ¿Cómo podemos pasar nuestra vida sujetos a la dispersión de este mundo? ¿Es siquiera vivir el no pensar ya nunca en este don, en esta presencia, en esta morada viviente, amorosa y permanente de Jesús en el mundo, en la humanidad, en nuestras almas? «Si alguno me ama y guarda mi palabra, vendremos a él y pondremos en él nuestra morada» (Jn. 14 23).  Sin embargo, es imposible que yo sea tu última meta, ¡oh Tú que eres la mía! Vienes a mí, ciertamente, para morar y permanecer, en el sentido de que nunca debemos separarnos el uno del otro, ¡oh vida de mi vida y amor de mi corazón! Pero también vienes para recogerme y llevarme contigo. Tú eres, en mí y en todos mis hermanos, un principio de actividad divina y de progreso hacia lo alto. Desde aquí, desde esta tierra, desde los bajos fondos de mi ser, donde estás presente por tu gracia, sigues reclamando «volver a tu Padre que es mi Padre, y a tu Dios que es también mi Dios» (Jn. 20 17).  
Todo lo terreno pasa; el tiempo es sólo un medio, lo inmutable está en otra parte, con el amor, la libertad y la alegría; está en el lugar de donde, sin dejarlo, Tú saliste para entrar en el mundo, debiendo luego dejar el mundo para volver a ese lugar, y sentarte allí para siempre en la gloria. ¡Pues bien, Jesús, emprendamos la marcha, subamos juntos! Es justo y bueno que, contigo y para Ti, pase yo nuevamente por ese mismo camino por el que primero pasaste Tú solo y por amor de mí. ¡Ah, ese camino, cuánto lo has acortado para nosotros; cuánto, al recorrerlo, lo has iluminado, aplanado y suavizado! Casi por todas partes, mezcladas con las zarzas, aparecen ahora las flores, y de las mismas zarzas brotan flores. No suprimes, con todo, ni el camino ni las zarzas, y siempre es la cruz la que nos lleva a nuestro último fin.  
Puesto que así lo has dispuesto Tú, así lo queremos también nosotros. Maestro, Tú has sufrido por nosotros cuando, no existiendo aún, no éramos capaces de sufrir. Ahora te toca a Ti no ser capaz de ello; tu bien merecida gloria te sustrae para siempre a la posibilidad misma de sufrir el menor dolor (Rom. 6 9). Sufre, pues, ahora en nosotros, Jesús mío, ya que somos tus miembros, y que, durante todo este tiempo de nuestra formación sobrenatural, en que emprendemos nuestra peregrinación terrena, seguimos siendo pasibles, como Tú, divina Cabeza nuestra, lo fuiste primero. A toda costa queremos subir, a toda costa queremos llegar junto a Ti; no tanto para ser felices –aunque sabemos que estar contigo en el cielo es la bienaventuranza–, como para contemplarte a Ti, amarte, bendecirte, y proclamar ante todos que nadie se te asemeja, y que Tú eres realmente el único Dios.

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