La buena Confesión


Los sacerdotes emplean gran parte de su tiempo administrando el sacramento de la confesión, instituido por Nuestro Señor a fin de perdonarnos los pecados cometidos después del bautismo. Ahora bien, algo que suele ser muy común es que un gran número de penitentes se acercan a este sacramento sin saber bien cómo confesarse, por esta razón proponemos estas breves líneas para ayudarlos a realizar buenas confesiones.


El catecismo nos explica que para hacer una buena confesión son necesarios 5 elementos. El primer elemento es el examen de conciencia. El penitente no debe acercarse habitualmente al confesionario sin haberse examinado correctamente sobre los pecados cometidos desde su última confesión. Para que el examen hecho antes de la confesión sea un poco más fácil, es recomendable examinar nuestra conciencia brevemente todos los días antes de dormir, de este modo no nos costará tanto recordar los pecados al momento de la confesión. También se puede hacer uso de exámenes de conciencia ya hechos, como los que se encuentran en los misales o devocionarios.
El segundo elemento, el más importante de todos, es la contrición. En la confesión tenemos que acusarnos de todos los pecados cometidos, pero aunque así lo hagamos, si no tenemos contrición, la confesión no será válida. El elemento principal para la validez de dicho sacramento es pues la contrición, es decir, dolerse intensamente por los pecados cometidos, puesto que ofenden a Dios, infinitamente bueno y digno de ser amado. Asimismo, aunque es menos perfecto, también es válido dolerse por motivos sobrenaturales pero inferiores al de la ofensa hecha a Dios. Es lo que llamamos atrición y sería, por ejemplo, dolernos de nuestros pecados por la fealdad que estos representan o por temor al infierno. Finalmente, dolerse por un motivo no sobrenatural no es suficiente para que este sacramento sea válido, por ejemplo, arrepentirnos por un pecado únicamente por las consecuencias malas que ocasionó sobre nuestra salud.
El tercer elemento es el propósito de enmienda. Este elemento va de la mano con la contrición. Es la voluntad deliberada y seria de no volver a pecar y de apartarse de las ocasiones de pecar. Tiene que ser un acto firme y enérgico, y no un simple “quisiera”. No valdría pues acusarse de un robo, dolerse de él porque ofende a Dios, pero estar dispuesto a volver a cometerlo.
El cuarto elemento es la confesión. Después de haberse hincado de rodillas en el confesionario, el penitente responderá al “Ave María Purísima” y empezará por decir al sacerdote cuándo fue su última confesión y si recibió o no la absolución. También debe decir si llevó a cabo la penitencia impuesta por el sacerdote.
Después de realizado lo anterior, el penitente confesará sus pecados de manera vocal, es decir, de palabra, salvo casos de necesidad en los cuales se puede hacer por escrito, a través de signos o por medio de un intérprete.
La confesión debe ser sincera
Se deben confesar los pecados, tal como estén en la conciencia, es decir, acusando lo cierto como cierto, lo dudoso como dudoso, lo grave como grave y lo leve como leve. El que calla a sabiendas un pecado grave no confesado todavía comete un sacrilegio y no recibe la absolución de ninguno de los pecados que confiesa. Tampoco se debe exagerar la gravedad de los pecados ni aumentar su número. Cabe insistir en la necesidad de discernir entre pecados mortales y veniales cuando uno se acusa. Si hay duda, se debe preguntar al confesor.

La confesión debe ser íntegra
Es importante recordar que en la confesión se acusan pecados concretos, acciones bien definidas, y no nuestras tendencias, sentimientos o la novela de nuestra vida. La confesión no es una entrevista, un diálogo o una oportunidad para hablar sobre uno mismo. No es el lugar para expresar las consideraciones espirituales, hablar sobre las gracias recibidas o reflexionar sobre el significado de la propia existencia como si se estuviera con algún amigo cercano. La confesión es el momento donde se confiesan simplemente los pecados cometidos con un corazón contrito. No debe ser un monólogo extenso.

El confesor no debe estar pescando en un torrente de palabras los pecados que se encuentran como ahogados en él. Por tanto, no se deben decir cosas como: “me acuso de ser soberbio”, sino que se dirá: “cometí tantas acciones de soberbia”. No se dirá: “Me siento mal, o triste y angustiado, etc…” o “fíjese, padre, que cuando llegué a mi casa, era ya muy tarde, estaba cansado, etc…” Se debe ir directamente al pecado: “Padre, me acuso de haber cometido tal pecado una vez, tal otro x veces, etc.” Tampoco se deben acusar los pecados de los demás sino únicamente los propios. Lo que es necesario confesar son todos y cada uno de los pecados mortales de que se tenga memoria después de un examen diligente, y las circunstancias que puedan cambiar la especie del pecado. Por tanto, es necesario confesar los pecados mortales, podemos acusarnos de los veniales, pero no es obligatorio hacerlo.
No hay por qué acusarnos de las tentaciones. Sólo debemos confesar los actos pecaminosos. La simple tentación no consentida no constituye un pecado. Se deben acusar todos los pecados mortales sin omitir ninguno a sabiendas, como ya lo mencionamos anteriormente. No hay que sentir vergüenza al decir los pecados frente al sacerdote, representante de Dios. El confesor no los puede repetir a nadie, porque si lo hace comete un pecado mortal y cae bajo pena de excomunión. La vergüenza se debe sentir al momento de cometer el pecado, no al momento de acusarlo, ya que la confesión es nuestra curación. Se deben acusar los pecados según su especie moral, es decir, sin declarar únicamente el género, por ejemplo: “pequé mortalmente, o pequé gravemente contra la caridad,” sino concretando la especie ínfima y más inmediata: “me acuso de haber robado en materia grave, o calumnié gravemente a una persona”. Tampoco se debe exagerar en el relato del pecado entrando en detalles inútiles y escabrosos. Hay que acusarse de manera precisa pero discreta, sobre todo en materias delicadas como la castidad.
Hay que decir el número de pecados mortales, y en caso de que no nos acordemos bien, al menos dar una cifra aproximada o la frecuencia. Se acusarán también las circunstancias que modifican la gravedad del pecado, es decir, las circunstancias que hacen que el pecado cometido sea grave en vez de leve, o al revés: robar mil pesos no es lo mismo que robar cinco, el primero es grave, el segundo venial. En ocasiones, las circunstancias cambian la especie moral del pecado, y por esa razón hay que acusarlas también, por ejemplo, robar un cáliz consagrado hace que además del robo se esté cometiendo un pecado de sacrilegio. Si se olvida involuntariamente un pecado en la confesión, no hay que inquietarse, sólo hay que acusarlo en la próxima confesión, y mientras tanto se puede comulgar.
El quinto elemento es el cumplimiento de la penitencia o satisfacción sacramental. Al término de la confesión, el sacerdote impone una penitencia que se debe cumplir sin demasiada demora. Es mejor cumplir la penitencia en estado de gracia, pero esto no es necesario para satisfacer la obligación de cumplirla. Si hemos olvidado cuál es la penitencia, simplemente debemos acudir con el sacerdote que la impuso para preguntárselo.

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