Esta potestad admirable, que el Salvador recibió de su eterno Padre, quiso comunicarla a su Iglesia, a quien encargó que fuera y ENSEÑARA a todas las naciones y predicara su doctrina hasta los últimos confines de la tierra. Desde entonces la Iglesia tiene el derecho y el deber de implantarse en todas partes, de dar leyes a príncipes y pueblos y de enseñarles a conocer, amar y a hacerles temer la cólera divina y los castigos eternos si se niegan a obedecerle; y a prometerles sus divinas misericordias y bienaventuranza sin fin si se someten al yugo del Redentor. Con cuánta solicitud la Iglesia, Esposa inmaculada de Jesús, defiende el honor de su celestial Esposo al alejar de su doctrina todo error y evitar que se altere su moral pura y santa. Está revestida por Dios de una fuerza invencible, pues fue colocada sobre la tierra como muralla de acero inexpugnable, que jamás cede ante los embates de los enemigos del Señor. Hemos visto, en efecto, a los MÁRTIRES, hijos de la Iglesia triunfar...
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