ASCENSIÓN DE CRISTO


LLENOS DE ALEGRÍA

         1. Juntémonos con Pedro (iglesia estacional en San Pedro) y con los demás Apóstoles en el Monte de los Olivos, en Jerusalén, y vivamos con ellos la Ascensión del Señor. “Mientras los bendecía, se separó de ellos y se elevaba hacia el cielo. Entonces ellos, cayendo de rodillas, le adoraron. Después tornaron a Jerusalén rebosando júbilo. Y estaban siempre en el Templo, alabando y bendiciendo a Dios” (Lc. 24, 51 sg.). ¡Un día de gloria, de alborozado júbilo!

2. Alegrémonos por Jesús. Hoy, por fin, después de todos sus trabajos y sufrimientos aquí en la tierra penetra en el eterno descanso del cielo. Hoy se sienta “a la diestra del Padre”, “a la diestra de la Majestad, en las alturas” (Hebr. 1, 3), y toma posesión de la gloria, del honor y del poder que le corresponde a Él, Cristo Jesús, Hombre e Hijo de Dios y “Señor de la gloria” (1 Cor. 2, 8). Hoy se le da a Él, al Hombre Jesús, participación en el poder real de Dios, en la soberana facultad de disponer de todos los bienes y riquezas de Dios y en la absoluta autoridad sobre todos los seres y criaturas del Universo. Hoy es coronado Rey de Reyes. Hoy es nombrado Juez de vivos y muertos. Hoy, finalmente, es constituido “espíritu vivificante” (1 Cor. 15, 45). Desde ahora Jesús ya no pertenecerá solamente a un pueblo, como hasta aquí: pertenecerá a todos, estará presente en su Iglesia, en todas sus partes y miembros igualmente, alimentándolos a todos, inundándolos a todos de su espíritu y de su vida. Hoy se sitúa en el centro del grande, del ecuménico reino de su Iglesia, entre el cielo y la tierra, “para llenarlo todo” y para “dar sus dones a los hombres” (Ef. 4, 8, 10) “Yo vivo y vosotros también viviréis” (Jn. 14, 19). ¿No debemos, pues, alegrarnos hoy con Él? ¿No debemos felicitarle por su exaltación? ¿No debemos acatarle, escogerle de nuevo por Rey nuestro, consagrarle y dedicarle toda nuestra fe, toda nuestra esperanza, todo nuestro amor?
         Alegrémonos por nosotros. Él se sienta a la diestra del Padre. “Pero ellos (los Apóstoles) se dispersaron por todas partes a predicar. Y el Señor cooperaba a su misión, y confirmaba con milagros sus palabras” (Evangelio). Desde su trono, a la diestra del Padre, Cristo piensa siempre en nosotros con cariño y fidelidad. “Penetró en el cielo para presentarse constantemente por nosotros ante el rostro de Dios” (Hebr. 9, 24), y vive “para interceder sin descanso por nosotros (Hebr. 7, 25). Conoce nuestra nada. Se preocupa de nosotros. No nos pierde vista ni un solo instante. Hace suyas nuestra causa y nuestras súplicas y Él mismo las presenta ante el Padre. “Si pecamos, tenemos ante el Padre un Abogado: Jesucristo, el justo” (1 Jn. 2, 1). Él es nuestro supremo Pontífice. En el sacrificio de la santa Misa se presenta todos los días de nuevo ante el Padre y se ofrece a sí mismo por nosotros, en lugar nuestro. Le ofrece su cuerpo y su sangre, derramada sobre la cruz, le ofrece su sacratísimo Corazón, su adoración, su acatamiento y su amor, supliendo así y completando lo que falta a nuestros méritos ya nuestro amor hacia el Padre. Jesús es nuestra Cabeza; Él nos educa a nosotros, sus miembros, con su ejemplo, con sus impulsos y sus excitaciones al bien, con su gracia, con su admirable dirección, llevándonos hacia sí mismo, para que donde está la cabeza, estén también los miembros. Nos prepara un lugar (Jn. 14, 2), una mansión bella y eternamente dichosa, en el seno del Padre, sobre los astros. Nos envía el Espíritu Santo, el Consolador, la Virtud de lo Alto para que nos inunde, nos fortalezca, nos santifique y nos madure para el día de nuestra partida al Padre, de nuestra entrada en la mansión eterna que Él nos ha dispuesto. ¿No debemos, pues, alegrarnos hoy?

3. Vayamos a la santa Misa. Cuando nos hallemos allí reunidos, aparecerá el Resucitado en medio de nosotros. Hoy somos nosotros los Apóstoles, agrupados en torno de Pedro. El Señor confirma nuestra fe. Nos encomienda la misión de predicar su Evangelio en todo el mundo y de consagrara a ella todas las manifestaciones de nuestra actividad, de nuestra vida. Nos da fuerza para vencer todo lo que se oponga a la salud, y nos precede al cielo (Evangelio).
         “Cantad salmos al Señor, que sube hacia el Oriente, por encima de todos los cielos. Aleluya.” (Comunión.) En virtud de la sagrada Comunión Él, la Cabeza, arrastra hacia sí al Cuerpo místico de la santa Iglesia, a todos nosotros. La sagrada Comunión es la garantía y seguridad, no sólo de nuestra propia resurrección, sino también de nuestra subida a los cielos. Aleluya.

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