CUARTO DOMINGO DESPUÉS DE PASCUA

ESPIRITUALIDAD CRISTIANA

         1. La glorificación de Cristo no acaba con su resurrección. Ahora “va al Padre” para tomar posesión de su Trono aun en cuanto Hombre, y para compartir con el Padre, como glorioso Kyrios, como “Señor”, el imperio del mundo. “Cantad al Señor un cántico nuevo, aleluya” (Introito). Priva de su presencia visible a sus discípulos, a su iglesia, para enviarles en su lugar el Espíritu Santo. A través del Espíritu Santo quiere estar y permanecer Él mismo con los suyos, aunque invisible y espiritualmente. Y así lo hace. “Si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Consolador; pero, si yo me voy, os lo enviaré” (Evangelio).

2. “Voy al Padre que me envió.” Jesús priva a sus Apóstoles, a la Iglesia, de su presencia visible. Deben desprenderse de su figura terrena. Tienen que renunciar a la visión y a la dicha de su presencia visible, palpable, a su conversación y a su trato amable, íntimo, confortador. Necesitan espiritualizarse. Sólo así les podrá enviar el Espíritu Santo y hacerlos portadores suyos, para que con su fuerza puedan conquistar el mundo y propagar el reino de Cristo por toda la humanidad, a pesar de todas las contradicciones y obstáculos que les salgan al paso. “Voy al Padre”. Una invitación a la espiritualización al recogimiento interior, a la inmaterialización, al despego de todo lo visible, tangible y sensible, aunque sea ello muy santo, aunque sea el mismo Jesucristo. Los hombres tratamos con mucha frecuencia al Señor, incluso en nuestra piedad, de un modo muy poco espiritual, muy poco santo, de un modo impuro. No buscamos más que su presencia sensible, la experiencia palpable, la sensación de su presencia. Queremos hablarle y contemplarlo visiblemente, convencernos positivamente de su amor, cerciorarnos materialmente de su satisfacción. En una palabra, no buscamos más que las gracias y los consuelos sensibles. Nuestra piedad es una piedad que tiene muy poco de espiritual, una piedad fundada casi exclusivamente en el sentimentalismo. “Os conviene que yo me vaya.” ¡Espiritualización! He aquí lo que exige de nosotros la liturgia del tiempo antes de Pentecostés. Que nuestro corazón y nuestro espíritu se eleven hasta el Señor espiritualizado, glorioso, celestial, y que se independicen de toda experiencia y de toda percepción puramente sensible. Espiritualización, pura espiritualización, fundada en el espíritu de fe, en una total evasión del estrecho círculo de las personales y egoístas inclinaciones y tendencias, en el puro amor que no busca más que a Dios, que sólo piensa y se preocupa de Dios y de lo que viene de Él o conduce a Él. “Os conviene que yo me vaya. Si yo no me voy, no podrá venir a vosotros el Consolador.”
“Yo os enviaré el Consolador.” Jesús nos deja; pero al privarnos de su presencia corporal, nos envía en su lugar el Espíritu Santo. Con su pasión y muerte nos mereció este gran don divino: el Espíritu Santo. Ahora sube Él mismo al cielo para enviárnoslo desde allí como “Consolador” y asistente nuestro. ¡No nos lo manda para que naos exima de todo dolor, de las luchas, tentaciones y dificultades de la vida! Nos lo envía, más bien, para que sea en nosotros como un resorte divino que nos fortalezca y nos anime a cumplir nuestros deberes, a resistir y vencer todos los dolores, a vivir y obrar en todo conforme al espíritu y a los sentimientos de Jesús. Para que nos aficione a la verdad, a la humildad. Para que nos inspire amor a la vida obscura e ignorada, amor a la pobreza voluntaria, a la paciencia, al dolor, al anonadamiento ante los hombres. En una palabra, para que nos identifique totalmente con  Espíritu Santo de Jesús. El Espíritu nos impulsa a obrar en Jesús y por Jesús, a que seamos sus testigos, sus “mártires”, y a que nos alegremos de padecer por su amor afrentas, humillaciones, injusticias e incluso la pérdida de los bienes y de la misma vida. ¡Cuánto necesitamos todavía de este Consolador y Consejero! ¡Con qué ahínco debemos suplicar al Señor durante esta semana que envíe cuanto antes a su Iglesia y a todos nosotros su Consolador!

3. Durante las grandes y simbólicas fiestas de Pascua hemos vivido y conversado familiarmente con el Señor. Ahora la sagrada liturgia quiere destetarnos, por decirlo así, quiere arrancarnos de estas alegrías pascuales, para lanzarnos de nuevo al mundo de la vida cotidiana y normal, al mar de las luchas y dolores de esta vida. Quiere al mismo tiempo purificar nuestros corazones de todo apego, de toda excesiva preocupación por lo terreno, por los hombres y por los negocios, para clavarlos y fijarlos allí “donde se encuentran las verdaderas alegrías”, en el cielo (Oración). Existe para los cristianos un mundo superior al presente: es el mundo del más allá, de lo eterno. Pero tenemos que conquistarlo a través del dolor y de las luchas de la vida. Para ello Jesús, el Señor glorioso, nos envía desde arriba su Espíritu Consolador, el Espíritu Santo. Anhelemos apasionadamente su venida y clamemos instantemente: “Veni, Sancte Spiritus – Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles.”
El gran medio para alcanzar la “espiritualidad” cristiana, es la santa Misa. Aquí renunciamos a todo lo particular, humano, natural y egoísta, a lo puramente terreno temporal. Aquí recibimos la santa Eucaristía, la Carne y Sangre del Señor espiritualizado y glorioso, el cual desciende y penetra dentro de nosotros, inundándonos de la plenitud de su Espíritu Santo (Comunión).                                                                             

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