JUEVFS DE LA TERCERA SEMANA DESPUÉS DE PASCUA
LA GLORIA DEL
RESUCITADO
1. Aleluya. Cristo debió padecer y
resucitar de entre los muertos, para poder entrar así en su gloria. Aleluya” (Verso aleluyático). Cristo, resucitado
de entre los muertos, ya no morirá más; la muerte ya no volverá a dominar sobre
Él (Rom. 6,9). Por eso se presenta
ante nosotros con todo el esplendor de su triunfo y de su gloria y suplica por
nosotros al Padre: “Padre, haz que los que me diste –como hermanos y, más aún,
como miembros de mi Cuerpo,- estén donde yo estoy, para que vean la gloria que
Tú me has dado” (Jn. 17, 24).
2. La gloria del Resucitado. Ya nos mostró un pálido rayo de ella el
día en que, subiendo con tres discípulos suyos al Tabor, “se transfiguró ante
ellos. Su rostro resplandeció como el sol y sus vestiduras se tornaron blancas
como la nieve” (Mt. 17,2). Pero ahora,
después de su resurrección, a la gloria del Tabor añade además la claridad de
su triunfo. El alma de Jesús, invadida y penetrada totalmente de la plenitud y
claridad de la vida divina, expande su belleza y su fuerza celestial por el
mismo cuerpo. Éste, a quien todavía ayer contemplábamos herido, azotado,
escupido y agobiado bajo el peso de las humillaciones, de los tormentos y
dolores de la Pasión, resplandece ahora, glorioso y triunfal, como el sol (don
de claridad). El sufrimiento, el dolor y la muerte ya no tendrán más poder
sobre él (don de impasibilidad). Ha perdido la pesadez que lleva consigo la carne
mortal. Ahora, aunque sigue siendo verdadero cuerpo, secunda con la rapidez del
relámpago todos los deseos y órdenes de la voluntad. Es alado, ligero, rápido
como el pensamiento, ingrávido como el espíritu: está espiritualizado (don de
agilidad). Para él ya no existen muros ni puertas, rejas ni obstáculos igual
modo que la luz atraviesa e ilumina con su claridad el cristal, así, con esa
suavidad y fuerza, atraviesa el glorioso cuerpo de Jesús la losa de su sepulcro
y penetra, a través de los muros, en el Cenáculo, donde se hallan reunidos los
Apóstoles la tarde de Pascua (don de penetrabilidad). “¡Qué admirable es tu
Nombre, Señor y Dios nuestro!” Tu magnificencia brilla por encima de los
cielos. Contemplaré el firmamento, obra de tus manos, y la luna y las
estrellas, que Tú has creado: ¿qué es, pues, el hombre (el Hombre-Dios, Cristo,
el Resucitado? Lo has colocado solo un poco por debajo de Dios, lo has coronado
de gloria y belleza y lo has constituido Rey de todas tus obras” (Sal. 8). “Tierra toda, canta jubilosa a
tu Dios, aleluya. Entonad salmos a su Nombre, aleluya; glorificadle con
vuestras alabanzas, aleluya. ¡Qué terribles son tus obras, Señor! Gloria al
Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo” (Introito).
La
gloria de los resucitados con Él. “Cuando
aparezca (en el último día) Cristo, nuestra vida, entonces apareceremos también
nosotros con Él en la gloria” (Col. 3, 4).
Cristo ha resucitado: nosotros, pues, también resucitaremos. Estamos unidos
con Él. El comienzo de nuestra resurrección con Él se realiza en nuestro santo
Bautismo, en la infusión de la gracia santificante, en la recepción de la
sagrada Comunión. La Eucaristía siembra en nuestro mismo cuerpo el germen de
nuestra futura resurrección. “Cristo reformará nuestro humilde cuerpo y lo hará
semejante a su cuerpo glorioso” (Flp. 3,
21). “Entonces brillarán los justos como el sol en el reino de su Padre” (Mt. 13, 34). Todo lo grande, todo lo
noble y santo que Dios les ha dado aquí sobre la tierra, resucitará con ellos,
vivirá con ellos eternamente, los acompañará para siempre, será honrado y
celebrado jubilosamente por todos los moradores del cielo. Entonces acabarán
para siempre el llanto, la aflicción y el dolor, pues “todo será hecho de
nuevo” (Apoc. 21, 5; 2 Cor. 5, 17).
El pobre cuerpo entrará también en la vida, en la gloria, en la inmortalidad
del Resucitado, “configurado con el cuerpo de su claridad”. “Es sembrado en
corrupción, surgirá en incorrupción; es sembrado en obscuridad, surgirá en
gloria, es sembrado en debilidad, surgirá cuerpo espiritual (espiritualizado).
Mas, cuando este cuerpo mortal se revista de inmortalidad, cuando este cuerpo
corruptible se convierta en incorruptible, entonces se cumplirá lo que está
escrito: La muerte ha sido devorada por la victoria. Muerte, ¿dónde está tu
victoria? Muerte, ¿dónde está tu aguijón? (1
Cor. 15, 42 sg. 54 sg.). “Creo en la resurrección de la carne.”
“Solo un poco.” Cristo ha resucitado: nosotros,
pues, también resucitaremos. Tras el corto espacio de esta vida terrena nos
espera la vida en “casa del Padre” (Jn.
14, 2), no las sombras, vanas y aburridas, que imaginaron los paganos. La
muerte no es solo una negación: es el tránsito a la verdadera vida, a la vida
total, eterna e inagotable, bebida en la gozosa comunión con Dios, fuente y plenitud
de toda vida y de toda felicidad.
“Cuando me despierte (de la muerte),
seré saciado de tu gloria” (Sal. 16, 15).
¡Tras este poco de tiempo, una existencia plena, total, ahíta! “Padre, quiero
que, donde esté yo, estén también lo que Tú me diste.” Ante nosotros se
presenta un porvenir seguro, lleno de felicidad. ¿Qué significan al lado de él
las tribulaciones y los sufrimientos? No
hay proporción ninguna entre estas dos cosas, entre una vida transitoria,
entre un corto espacio de tiempo y una
gloria eterna (Rom. 8, 18). Pero
tampoco existe contradicción. Al contrario, con el dolor transitorio nos
granjeamos la gloria eterna. ¿” Quiénes son éstos”, se pregunta a Juan en una
de sus misteriosas visiones, “qué están vestidos de blanco, y de dónde han venido”?
Y Juan no sabe qué responder. Entonces se le dice: “Estos que ves, han venido
de una gran tribulación” (Apoc. 7, 16). “De una gran tribulación.” Esta es la
mejor garantía, la mejor recomendación. ¡Sólo un poco!
¿No debemos, pues, estar
llenos de alegría, de gozosa esperanza? Somos una cosa con Cristo, con el
Resucitado. Esta unión, esta identidad es la fuente de toda nuestra dicha.
Creamos y digamos con la más honda convicción: “Creo en la resurrección de la
carne.” “Espero la resurrección de los muertos y la vida perdurable.” El
cristiano es un hombre que espera. Solo un poco y “yo volveré a veros de nuevo.
Entonces vuestro corazón se inundará de gozo”.
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