MARTES DE LA CUARTA SEMANA DESPUES DE PASCUA
“EXISTE UN PECADO”
1. “Cuando Él (el Espíritu Santo)
venga, convencerá al mundo de que existe un pecado, el pecado de no haber
creído en mi” (Evangelio). Éste es el gran pecado de los judíos: no creyeron en
Jesús. Y esto a pesar de todas las profecías del Antiguo Testamento que se
cumplieron en Jesús, a pesar de los milagros que Él realizó ante sus mismos
ojos, a pesar de su resurrección en la mañana de Pascua y de la cual fueron
ellos mismos testigos, aunque involuntarios. Por eso, después que el Señor
penetre en los cielos, el Espíritu Santo convencerá al mundo de que los judíos
cometieron un pecado, al no creer en Jesús. Convencerá al mundo y a todos de
que cometen un pecado, al no creer en Jesús. La incredulidad: he aquí el gran
pecado.
2. El Espíritu Santo obra en los Apóstoles. Desciende sobre ellos el
día de Pentecostés y los impulsa a ser testigos de la resurrección del Señor.
Movido por esta fuerza del Espíritu Santo, se levanta Pedro en medio de la multitud
y confiesa: “A Éste le ha resucitado Dios; nosotros somos testigos de ello” (Act. 2, 32). El Espíritu Santo
transforma radicalmente a los Apóstoles. Antes eran tímidos, asustadizos; ahora
poseen un indomable valor, están invadidos de una santa acometividad. Antes
eran rudos, olvidadizos; ahora están dotados de una ciencia celestial y hablan
un lenguaje que sus adversarios no comprenden. En la Pasión abandonaron a su
Señor y Maestro. Pedro llegó incluso a negarle. Ahora, en cambio, pregonan sin
miedo alguno las enseñanzas y la resurrección del Señor. Y todavía más. El
Espíritu Santo les confiere la virtud de obrar prodigios, de realizar milagros
que nadie puede negar o tergiversar. De este modo, el Espíritu Santo convence
al mundo de que es injusto, de que es un pecado no creer en Jesús, a quien
predican y atestiguan los Apóstoles. Nosotros, por nuestra parte, admiremos
esta acción del Espíritu Santo en los Apóstoles y alegrémonos de que, por boca
de ellos, haya proclamado ante todo el mundo, refiriéndose a Jesús: “Esta es la
piedra desechada por los constructores, pero convertida por Dios en base del
edificio. Solo en Él está la salud, pues no se ha dado a los hombres ningún
otro Nombre fuera de éste, en el cual puedan salvarse” (Act. 4, 11-12).
El
Espíritu Santo obra en la Iglesia de Cristo. Le confiere el don de santidad y el de milagros. Una
Iglesia que produce Santos lleva sobre si el sello de su origen divino. El
Espíritu Santo imprime constantemente sobre la Iglesia de Cristo este sello
inconfundible. Produce en ella el heroísmo del perfecto amor a Dios y al
prójimo. “En esto conocerán que sois mis discípulos, si os amareis los unos a
los otros” (Jn. 13, 35). Santa es su
doctrina, santa su moral. Santos sus sacramentos. Santa su liturgia, su
oración. Santa es su vida. Santos sus hijos, los innumerables millones de
bienaventurados del cielo. Santos son también muchísimos de sus hijos aquí en
la tierra. Todo esto es obra del Espíritu Santo. Todos pueden y deben reconocer
en esta Iglesia a la verdadera Iglesia fundada por Cristo y confirmada por
Dios. El segundo sello con que marca el Espíritu Santo a la Iglesia de Cristo
es el sello del milagro. El Señor remitió a sus milagros: éstos pueden y deben
confirmar su misión divina. Los milagros son igualmente una prueba, una señal
para reconocer y distinguir la verdadera Iglesia fundada por Cristo. “Ellos
(los Apóstoles) se dispersaron por todas partes a predicar el Evangelio. Y el
Señor (desde el cielo) cooperaba a su obra (mediante el Espíritu Santo) y
confirmaba sus palabras con milagros” (Marc.
16, 20). La Historia de los Apóstoles, lo mismo que la de la Iglesia
católica, no es otra cosa que la historia de la realización de esta promesa del
Señor. “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días (Mt. 28, 20). El milagro es la prueba rotunda, contundente,
palpable, visible a todos, con que el Espíritu Santo convence al mundo de que
es injusto, de que es pecado no creer en Jesús. “Cuando venga el Espíritu
santo, convencerá al mundo de que existe un pecado”, el gran pecado de la
incredulidad, el pecado de “no haber creído en mí”. Nosotros, por el contrario,
reconozcamos y confesemos, alegres y agradecidos, la acción el Espíritu Santo
en los Apóstoles y en nuestra santa Iglesia católica. Continuemos, con nueva e
inquebrantable lealtad, al lado del Señor y digámosle: “Tú eres Cristo, el Hijo
de Dios vivo. Tú eres el Camino, la Verdad y la Vida.” Yo así lo creo. Señor,
acrecienta mi fe.
3. “El que creyere y se bautizare,
se salvará; pero, el que no creyere, se condenará” (Mt. 16, 16). Existen hoy día muchos que imitan a los judío y no
creen en Jesús. Pueden advertir fácilmente, casi tocar con las manos, la acción
del Espíritu Santo. La santidad de la Iglesia, su admirable unidad de fe y los
milagros que aun hoy realizan sus Santos, son otros tantos argumentos que
pregonan muy alto la existencia y la actuación del Espíritu Santo en ella. “Es
injusto, es un pecado no creer en Jesús.” Nosotros compadezcámonos cordialmente
de los ciegos, de los descarriados, de los alejados de la Iglesia, de los que
están llenos de prejuicios contra la verdadera fe. Pidamos y sacrifiquémonos
por ellos, par que reconozcan que obran mal no viviendo con Jesús; para que se
convenzan de que solo existe una redención, una salvación posible, la de creer
en Jesús
La Iglesia vive en cada uno
y en todos nosotros. También yo, personalmente, debo llevar en mí mismo, en mis
pensamientos en mis palabras y en mis obras, la marca del Espíritu Santo. Debo
ser una prueba viva, un constante y poderoso argumento a favor de Cristo. Todos
deben reconocer y palpar en mí lo quela fe cristiana, lo que el cristianismo
obra de grande, de santo y de prodigioso en el hombre. Al contemplarme a mí,
todos deben verse obligados a confesar: Jesús es la Verdad. He aquí el
verdadero fruto que deben producir en nosotros la santa Misa, la sagrada
Comunión, las numerosas oraciones y meditaciones que practicamos.
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