QUINTO DOMINGO DESPUÉS DE PASCUA

ORACIÓN EN EL NOMBRE DE JESÚS

         1. “Dad gritos de  júbilo y sean oídos en todas partes, aleluya. Anunciad hasta los últimos confines de la tierra: el Señor ha libertado a su pueblo. Aleluya, aleluya, aleluya” (Introito). ¡Estamos redimidos, somos hijos de Dios: he aquí el primer, el más importante acontecimiento en la vida del cristiano! Ya están abiertos los cielos para nosotros. Ya está abierto para nosotros el Corazón del Padre. “En verdad, en verdad os digo: Todo lo que pidiereis al Padre en mi Nombre os lo concederá” (Evangelio). ¿Quién más feliz y dichoso que nosotros?

2. “Hasta ahora no le habéis pedido nada en mi Nombre.” Con razón suplican los Apóstoles al Señor: “Señor, enséñanos a orar” (Lc. 11, 1). Y Él les enseña el Padrenuestro. Con razón le ruegan también: “Acrecienta nuestra fe” (Lc. 17, 5). Con todo eso, hasta ahora ellos no han pedido nada al Padre en Nombre de Jesús, por amor de su muerte, de su sangre, derramada por nosotros. Es que no han podido. Antes es preciso que el Señor ofrezca sobre la cruz el sacrificio de su sangre y de su vida. Antes es preciso que Él, como Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento, “obre la eterna Redención” y penetre en el santuario, revestido de su propia sangre” (Hebr. 9, 11). El Señor no ejercerá sus funciones de Mediador hasta después de su ascensión a los cielos. Por eso los Apóstoles no han pedido nada hasta ahora al Padre en Nombre de Jesús. Y también por otro motivo. Hasta ahora. Hasta antes de su pasión y muerte, Cristo no ha sido para ellos lo que real y verdaderamente debiera de ser. Los Apóstoles no han soñado más que en el trono y en la gloria terrena del Señor. No pueden comprender que tenga que padecer y morir. ¿Cómo iban, pues, a pedir en su Nombre mientras no le conocieran tal y como Él es en realidad? Pero esto sólo lo consiguen después de su muerte, después de su resurrección y ascensión a los cielos, después de la venida del Espíritu Santo, el día de Pentecostés. Ahora ya comprenden que sólo puede ser oído el que pida en Nombre de Jesús, el que en su oración se apoye total y únicamente en sus méritos, en su pasión y muerte, el que suplique al Padre unido en la más íntima comunidad de espíritu y de sentimientos con el Señor voluntariamente pobre, humillado y crucificado, el que esté pronto para hacerse obediente hasta la muerte y para repetir con Jesús: “mi comida consiste en hacer la voluntad de Aquel que me ha enviado” (Jn. 4, 34). Si nosotros poseemos verdaderamente el espíritu y los sentimientos de Jesús; si estamos dispuestos a obedecer, como Él, los preceptos, la voluntad y el beneplácito divinos, entonces podremos unir, identificar nuestra oración con la oración de Jesús. Entonces nuestra oración, unida, fundida con la oración de Jesús, será admitida por Él y la presentará delante del Padre como si fuera su propia oración. Y será infaliblemente escuchada.
“Pedid y recibiréis, y vuestro gozo será completo” (Evangelio). He aquí la promesa que lleva consigo la oración hecha en Nombre de Jesús. “Recibiréis.” Nuestro Salvador se ha comprometido solemnemente, en Nombre del Padre y en el suyo propio, a concedernos siempre lo que pidamos en su Nombre (Jn. 14, 13). En la oración poseemos, pues, el medio poderoso, infalible, de alcanzar de Dios luz y fuerza, gracia y ayuda. “El que pide, recibe; el que busca, halla; al que llama, se le abre” (Lc. 11, 9). El que no pide, no recibe; el que pide poco, poco recibe, el que pide mucho, mucho recibe. Esta es la santa ley de la economía sobrenatural, de la vida de la gracia. Es una ley que confirman y garantizan de consuno la experiencia cotidiana y toda la historia de la Iglesia. Es una ley que se confunde con esta obra: “Dios da su gracia a los humildes” (1 Petr. 5, 5). Y con esta: “Dios sacia de bienes a los hambrientos; pero a los ricos, a los hartos, los deja vacíos” (Lc. 1, 53). En la oración olvidémonos de nosotros mismos, salgamos fuera de nosotros y entremos dentro de Dios. Vayamos al Padre. ¿Cómo? Convenciéndonos de nuestra propia miseria e insuficiencia; reconociendo y confesando humildemente nuestra nada, nuestro vacío, nuestra importancia; confesando sinceramente que por nosotros mismos nada valemos, no podemos vivir ni hacer bien alguno. Por eso levantemos nuestra alma a Dios, de quien procede toda dádiva (Jac. 1, 17). Abramos de par en par las puertas de nuestro ser a la inmensidad de Dios, para que nos inunde de su luz y de su fuerza. La oración es la respiración del alma: una expulsión de la propia nada y una absorción de Dios. Es un olvido de nosotros mismos y un abandono en las manos de Dios. Si protegiéramos y alimentáramos verdaderamente la vida divina que recibimos en el Bautismo, entonces debiéramos respirar en Dios, exhalar luz y fuerza divinas. Esto es lo que hacemos en la oración. Por eso no hay gracia alguna sin oración. Sólo es escuchado el que se humilla sinceramente, el que sale de sí mismo y de su nada, el que respira a Dios. Sólo “el que pide recibe”.

3. “Todo lo que pidiereis a mi Padre en mi Nombre os lo dará.” Pedimos al Padre en Nombre de Jesús sobre todo cuando celebramos la santa Misa con verdadero espíritu de sacrificio. Aquí tomamos en nuestras manos su santo cuerpo y su preciosa sangre, precio de nuestra redención, y se los presentamos al Padre como verdadera oblación nuestra. “Nosotros (los sacerdotes), tus siervos, y tu santo pueblo ofrecemos a tu excelsa Majestad una Hostia pura, santa, inmaculada, el Pan santo de la vida eterna y el cáliz de la perpetua salud.” Aquí hablan por nosotros su pasión y muerte, su sangre. Aquí viene Él mismo a nosotros y hace suyos nuestros ruegos y nuestras súplicas, fundiéndolas con su oración de Sumo Pontífice, con su oración de omnipotente eficacia ante Dios. Aquí Él mismo es nuestro Mediador y Abogado. Aquí cumple su promesa: “Pedid y recibiréis, y vuestro gozo será completo.” Y después en la sagrada Comunión, entra Él mismo, el Señor inmolado, dentro de nuestro corazón. Y nuestro corazón se convierte en su Tabernáculo. Él vive y ora en nosotros. Eleva nuestras súplicas hasta su propia adoración, su acatamiento, su acción de gracias, y las deposita, minúsculo grano de incienso, en el incensario de su divino Corazón suplicante. Mezcladas así con las suyas, Cristo presenta nuestras súplicas al Padre. “Por Él y con Él y en Él” son dados al Padre, también por nuestra parte, “todo honor y toda gloria”.
 “Aleluya. Salí del Padre y bien al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre. Aleluya.” Él es nuestro Mediador ante el Padre. Él nos ha abierto el cielo y el camino para ir al Padre. Hijos del Padre, ahora ya podemos exclamar: “Padre nuestro.” Nuestro hermano mayor ora en nosotros y con nosotros, y nosotros oramos con Él y en Él, en su Nombre, apoyados en sus méritos. De este modo nuestra oración es omnipotente.
¡Con una condición! “La verdadera religión, pura e inmaculada ante Dios y ante el Padre, es ésta: visitar en su tribulación a los huérfanos y viudas y conservarse incontaminados de este mundo.” Y: “Si alguien se cree p8iadoso pero no refrena su lengua, ese tal posee una piedad vana” (Epístola).                      

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