SÁBADO DE LA CUARTA SEMANA DESPUÉS DE PASCUA


ANHELOS DE ETERNIDAD

         1. “Haz que tu pueblo anhele lo que le prometes; para que, en medio de las mudanzas de este mundo, nuestros corazones permanezcan siempre fijos allí donde están las verdaderas alegrías” (Oración). ¡Una total disposición para subir al cielo, para instalarse en el mundo del más allá!

2. “Lo que le prometes.” “Padre”, así suplica nuestro Salvador en su oración de Sumo sacerdote, “quiero que los que tú me has dado, estén en el mismo sitio donde yo esté, para que vean la gloria que tú me has dado (Jn. 17, 24). He aquí lo que nos ha prometido el Padre: que estaremos allí donde está Jesús, en la gloria del Padre. Por el santo Bautismo hemos sido hechos hijos de Dios. Pero, “si somos hijos, también seremos herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo” (Rom. 8, 27). El Señor va a prepararnos una morada en el cielo. Allí formaremos sociedad con el Padre (1 Jn. 1, 3), con el Hijo y con el Espíritu Santo. Es decir, que poseeremos y gozaremos de la vida, santa, infinitamente abundante y embriagadora, de las tres divinas Personas. Contemplaremos y amaremos a Dios y descansaremos con el eterno goce de Él mismo. La felicidad, la bienaventuranza, su vida nuestra vida, la vida total, perfecta, en la que encontrarán todas nuestras disposiciones y fuerzas su total y felicísimo desarrollo y plenitud. ¡Ah, si estuviéramos bien convencidos de lo que Dios nos tiene preparado! ¡Cómo nos preocuparíamos entonces con toda el alma de este único necesario! Sí, Padre; haz que anhelemos con toda la ansiedad de nuestros corazones lo que Tú nos prometes. ¡Haz que nos olvidemos de todo lo terreno, de todo lo presente, y que sólo ambicionemos lo que nos espera!
“Haz que nuestros corazones estén fijos allí donde se encuentran las verdaderas alegrías.” El bautizado “espera”. Deja que las cosas temporales desfilen por delante de él, como si no le interesaran lo más mínimo; las posee y usa de ellas, como si no las poseyera ni usara. El centro de gravedad de sus pensamientos y de sus aspiraciones radica en el más allá, en el mundo de lo ultra terreno, de lo que no muere. Vive totalmente para lo que ha de venir después de la vida presente. Ante su espíritu aparece un porvenir lleno de dicha: la beatifica posesión y goce de Dios. Este porvenir le está garantizado ya desde esta vida en la posesión de la gracia santificante y de la filiación divina, que le son conferidas en el santo bautismo. Le está garantizado ya desde esta vida en la posesión de la gracia santificante y de la filiación divina, que le son conferidas en el santo bautismo. Le está garantizado en la resurrección y ascensión del señor, de la Cabeza, a la cual se halla él incorporado vivo. “Dios nos convivificó en Cristo en los cielos, para mostrar (en nosotros) en los siglos venideros (en el cielo) las sobreabundantes riquezas de su gracia” (Ef. 2, 4). Al que tiene su alma enraizada en el mundo del más allá, de lo supra temporal, ¿qué pueden importarle las cosas y placeres de este mundo?  Puede “esperar”. Lo terreno no es para él descanso en el placer, sino fuerza que le estimula e impulsa hacia el más allá, hacia el mundo de arriba, de lo eterno e imperecedero, hacia lo único necesario y pletórico de sentido. Ninguna seducción del mundo, ningún bien terreno, ningún n obstáculo, ninguna calumnia, ningún suceso adverso, ningún dolor y ningún fracaso son capaces de desconcertarle intimidarle. Ha descubierto el tesoro en el campo, la piedra preciosa escondida. Ahora vende todo cuanto posee, para comprar el tesoro, la perla preciosa, el mundo del más allá, lo eterno. El pensamiento del más allá le da fuerzas para sacrificarse, para practicar la renuncia, para luchas, para perdonar, para sufrir en silencio. Le da fuerzas, sobre todo, para dedicarse al apostolado, al solícito cuidado de las almas inmortales. Le da fuerzas para practicar el amor, benéfico y caritativo, que ayuda a los hermanos y hermanas en Cristo a conseguir también los verdadero bienes. El pensamiento del más allá engendra un ánimo, una fuerza para obrar, mucho más fuerte que el parecer mundano, mucho más fuerte que los impulsos naturales, mucho más fuerte que el egoísmo y la muerte. “Haz, oh Dios, que tu pueblo anhele lo que Tú le prometes.”

3. “Bienaventurados los pobres de espíritu. Bienaventurados los mansos. Bienaventurados lo que tienen hambre y sed de justicia. Bienaventurados los misericordiosos. Bienaventurados los limpios de corazón.” Estos son los verdaderos cristianos: almas heroicas, ancladas en el mundo del más allá.
La vida de acá es reposo en el placer, en la estrechez del propio parecer y del egoísmo, en el lodazal de la concupiscencia de los ojos (avaricia), de la concupiscencia de la carne y de la soberbia de la vida. Por desgracia son también muy numerosos los cristianos que están apegados a esta existencia. La Pascua quisiera transformarlos en hombre nuevos, resucitados, en hombres anclados en el mundo del más allá, en héroes; pero ellos permanecen sumergidos en el lodazal del hombre viejo, corrompido, apegado  al mundo de acá. Por eso nosotros supliquemos con todos ellos: “Haz, Señor, que nuestros corazones permanezcan siempre fijos allí donde están las verdaderas alegrías.”
”Sursum corda!” nos grita el celebrante momentos antes de penetrar en el santuario de la Consagración. Y nosotros respondemos: “Habemus ad Dominum – Nuestro corazones están puestos en el señor.” ¿Están de veras puestos en el Señor? ¿No estarán más bien en los negocios, en la salud o en cualquier otro ídolo? ¿Miramos, buscamos y obramos en todo con la vista puesta verdaderamente en el mundo del más allá? ¿Siempre con esta pregunta en los labios: Qué valor tiene esto para la eternidad?

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