SÁBADO DE LA TERCERA SEMANA DESPUÉS DE PASCUA


VOSOTROS LLORARÉIS

         1. “En verdad, en verdad os digo que vosotros lloraréis y gemiréis, y el mundo se alegrará. Vosotros os entristeceréis; pero vuestra tristeza se convertirá en gozo” (Evangelio). Esta es la suerte de los que pertenecen a Cristo, de la santa iglesia y de sus hijos. “Vosotros lloraréis y gemiréis (aquí en la tierra)”, es decir, tendréis que sufrir, pues también “Cristo tuvo que sufrir, para entrar así en su gloria” (Verso aleluyático). ¿Qué son los sufrimientos de esta vida terrena?

2. La herencia de los miembros de Cristo. “A los que previó (Dios), los predestinó para hacerlos conformes a la imagen de su Hijo” (Rom. 8, 2 sg.) No existe para el hombre, aquí en la tierra, ningún bien verdadero, ninguna dicha completa, ninguna virtud y santidad verdaderas, fuera de la asimilación y la viva unión con Cristo. “Yo soy la vid. El que permanece en mí y yo en él, da mucho fruto; pero sin mí no podéis hacer nada” (Jn. 15, 5). Ahora bien, la herencia de Jesús, aquí en la tierra, es pobreza, anonadamiento, privaciones, obscuridad, desprecios, calumnias, persecuciones, cruz, muerte. ¿Podrá, pues ser distinta la herencia de sus miembros? Si contempláramos la vida a la luz de la fe, ¿no deberíamos recibir como un bien, como el más sublime y precioso bien, las tristezas y dolores de nuestra existencia, pues nos hacen semejantes al Señor? ¿Hubiera el Hijo de Dios, la eterna Sabiduría, elegido y buscado el dolor, si éste no fuera un bien tan grande? Ahí están también los Santos: ¿no prefirieron todos el dolor? ¡Con qué ansiedad lo buscaron siempre! “¡Padecer, no morir!” ¡Miremos también nosotros la vida con estos ojos de la fe!
Una señal de predestinación. “Si somos hijos (de Dios), seremos también herederos. Herederos de Dios y coherederos de Cristo. Con tal de que suframos con Él, para ser también glorificados con Él” (Rom. 8, 17) ¡Sufrir “para” ser glorificados! ¡Entre ambas cosas, la más estrecha relación! “Nuestra tribulación presente, leve y momentánea, nos granjea allá arriba un enorme y eterno peso de gloria” (2 Cor. 4, 17). “Vuestra tristeza se trocará en gozo” (Jn. 16, 20) Sí; así tiene que ser, así ha de suceder. No cabe señal más cierta de predestinación que la semejanza con Cristo, con nuestra crucificada Cabeza. Apoyada en esta creencia, la sagrada liturgia celebra con preferencia, durante el santo tiempo pascual, las fiestas de los mártires. Los mártires son los auténticos imitadores del Rey de los mártires, de Cristo. Con su pasión y muerte Cristo conquistó la corona del martirio y santificó todo verdadero martirio y todo dolor. Con sus padecimientos y muerte por Cristo, los mártires conquistaron la corona de la vida eterna y se aseguraron su eterna predestinación. ¡Benditos, pues los dolores! Ellos curan la ceguera de nuestro espíritu ante la ilusoria felicidad de esta vida. Purifican nuestro corazón de su profundo apego a lo terreno, a los honores, al dinero, al crédito y aplauso de los hombres, al egoísmo. “¡Oh locos!” (Lc. 24, 25). Nosotros aborrecemos el dolor, lo rehuimos. Solo un poco que padezcamos, y ya no sabemos más que lamentarnos. ¡Una palabra, un desprecio, la privación de un placer que anhelábamos, basta para malhumorarnos, para irritarnos, para hacernos infelices! ¡Y, sin embargo, sabemos que es una contradicción ser cristiano y rehuir el estar crucificado con Cristo!

3. En nuestras iglesias aparece la cruz suspendida del arco de triunfo, en la nave central. Los cristianos vienen aquí a orar y a buscar fuerza. ¿Qué oran, qué piden? Que venga la cruz sobre ellos y sobre los suyos. Pero ¿es esto, son realmente las enseñanzas de la cruz las que ellos se apropian? “¡Ah, si conocierais el don de Dios!” (Jn. 4, 10). Comprendemos todavía muy poco de la cruz. No miramos más que a la cruz, no a la resurrección; solo a la aflicción, a la pobreza, a la persecución, no a la “bienaventuranza”: “Bienaventurados los pobres, bienaventurados los que lloran, bienaventurados los que sufren persecución” (Mt. 5, 3 sg.). ¡Qué pobres estamos todavía del Espíritu de Cristo! ¡Qué poco iluminados!
Asistimos todos los días a la santa Misa. Allí contemplamos a Cristo en su pasión y muerte. Creemos firmemente que Él, con su pasión y muerte, salvó al mundo, nos abrió el cielo y nos mereció todas las gracias y la bienaventuranza eterna. Sin embargo, tan pronto como volvemos a casa, olvidamos todo lo que acabamos de ver en la santa Misa. No comprendemos el misterio del Crucificado y del Resucitado. “¡Oh necios! ¡Qué corazón más tardo para creer! ¿No convenía que Cristo padeciera y entrara así en su gloria?” (Lc. 24, 25 sg.). “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn. 14, 6). ¡Señor, acrecienta nuestra fe!

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